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Siete días de hospital

Más allá del Negrón/ Se está creando una imagen de deterioro del sistema de salud que no se corresponde con la realidad

Juan Carlos Laviana

No hay nada como pasar siete días en un hospital para pulsar el estado de nuestro sistema sanitario. Para saber que la situación no es tan catastrófica como nos la pintan. Para comprobar que, con sus problemas, todo funciona razonablemente bien.  Sé que un caso particular no se debe generalizar, ni un botón sirve de  muestra, y que una excepción no puede confirmar la norma. Pero, tras siete días como paciente de un hospital público, no puedo pensar otra cosa que nuestra sanidad goza de una razonable buena salud.

En el largo periodo  que va desde que una determinada dolencia es diagnosticada en una sala de urgencias hasta que finalmente es reparada en un hospital -en mi caso, seis meses-, el enfermo no deja de empaparse del ruido que rodea a todo lo que tiene que ver con el proceso. Está predispuesto para lo peor. ¿Dónde me he metido?

El paciente -nunca mejor dicho- ha de lidiar, además de con su propio mal, con una oleada de noticias negativas que nada contribuyen al reposo de todo convaleciente. La sanidad está a punto de colapsar, se proclama. La situación es tan extrema que las agresiones físicas a los sanitarios han aumentado un 40 por ciento. Las listas de espera quirúrgicas no dejan de crecer. Es imposible conseguir una cita de atención primaria en dos semanas. Se multiplican los errores médicos. Las urgencias están desbordadas. Los pasillos, atiborrados de camas. Nuestros sanitarios emigran a países que nos los tengan en situación de semiesclavitud como aquí. 

El ambiente crispado que se respira en las conversaciones, las mareas blancas inundando nuestras calles cada fin de semana en reivindicación de sus sin duda justos derechos,  la utilización del sistema sanitario como campo de batalla político hacen pensar que todo eso nada tiene que ver con lo vivido en esos siete días de hospital. Cualquiera diría que me han recluido en una burbuja, en una clínica de desintoxicación que me proteja de tal estruendo  en lugar de un hospital público. En estos largos siete días en que he convivido con médicos de todas las especialidades posibles, enfermeras, auxiliares, celadores no he visto un solo rictus que denotara ese estado de estrés generalizado que se achaca a nuestros sanitarios. 

A medida que se acercan las elecciones autonómicas, se ha tomado la sanidad como cabeza de batalla. Las comunidades gobernadas por el PP (Madrid, Galicia sobre todo)  son acusadas por el PSOE  de desmantelar la Sanidad Pública. Las gobernadas por el PSOE (Aragón, Valencia, Asturias, Extremadura) acusadas de lo mismo por el PP. Y ambas acusadas por movimientos-mareas, al margen de los sindicatos y con clara influencia de Podemos,  de la demolición.. 

La sanidad debería excluirse de esa  campaña de desprestigio del  contrario sin darse cuenta de que lo único que se está desprestigiando es la propia sanidad. Se ha tomado la sanidad como campo de batalla político. Cuando la sanidad, la justicia y la educación debieran ser objeto de un pacto de Estado, de un acuerdo generalizado, como se hizo en la lucha antiterrorista, de modo que los asuntos relativos a la salud no fueran esgrimidos como munición  de mítines.

Nunca mejor que aquí deberíamos aplicar el dicho de sacad vuestras sucias  manos de la sanidad. Precisamente la sanidad necesita una antisepsia, esterilización, desinfección propias de un quirófano. Cualquier infección, contaminación o suciedad puede resultar fatal para el sistema. Y  eso es lo que estamos haciendo, contaminar  nuestro sistema  con sospechas infundadas que cuestionan su fiabilidad.

Hace casi ya treinta años, fui sometido a una operación similar en la vieja sede del moderno hospital donde acabo de ser intervenido. Me ha sido imposible no comparar la situación actual y la de entonces.  Me han asaltado  recuerdos de situaciones que hoy son impensables. En aquellos mediados años 90, me tuvieron 14 días en una cama de hospital a la espera de la operación,  con la excusa de que esperaba en casa perdía mi turno. En los pasillos se fumaba con toda tranquilidad.  En cada habitación había dos o tres pacientes más una multitud de visitantes. El carácter malencarado de los sanitarios y el nivel de estrés era mucho mayor que el  actual. Cualquiera diría que aquello sucedió en un país muy diferente al actual.

No recuerdo de quién era responsabilidad aquella sanidad. Si estatal, si  ya estaba transferida, o era pública total o semi privada. Me da lo mismo. La sanidad es un asunto complejo que requiere de reflexión serena, de expertos y no de vocingleros del cuanto peor mejor. Con las cosas de la salud no se juega, por el bien de todos. Trasladar a los ciudadanos las cuitas políticas no contribuye más que empeorar nuestra salud y la de propia sanidad,

Un último detalle, llevo tres días en casa convaleciente. Cada mañana recibo una llamada de mi centro de salud interesándose por mi evolución, ofreciéndome aclarar cualquier duda, o poniendo a mi disposición lo que necesite. Nuestra sanidad no será un cuento de hadas, ni está exenta de múltiples problemas, pero nadie diría que está a punto de colapsar. Salvo que este paciente sea la excepción que confirma la regla.

(Artículo publicado en La Nueva España el 30 de marzo de 2023)

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¿Y los niños para cuándo?

Más allá del Negrón/ Los nacimientos en España descendieron en 2022  a niveles de 1941

Juan Carlos Laviana

“¿Y los niños para cuándo?” es una de las preguntas más odiadas y temidas de las parejas jóvenes. Siempre hay una tía meticona o una cuñada ansiando ser tía dispuestas a espetar la temida pregunta.  La respuesta suele ser un silencio sepulcral y una mirada asesina de los interpelados que arruina la reunión familiar. O, en el mejor de los casos, un tímido “hay tiempo, todo se andará”.

“¿Y los niños para cuándo?” podríamos preguntar al Gobierno, para el que el fomento de la natalidad parece ser un tabú o políticas propias de la extrema derecha. La pasada semana, la actualidad política estuvo marcada por la aprobación de la llamada ley trans,  de la reforma de la ley del aborto y la tan traída y llevasda ley del “sí es sí”. Paradójicamente, las llamadas leyes sociales del Gobierno progresista de coalición hicieron que pasara desapercibida otra noticia de gran calado. El INE daba a conocer que en 2022 España había registrado la menor cifra de nacimientos desde 1941, el tristemente famoso año del hambre.

En España nacieron el año pasado 329.812 bebés, 7.011 menos que en 2021, la cifra más baja desde que el Instituto Nacional de Estadística  comenzó a medir, hace 81 años, el número de nacimientos. Si los nacimientos menguaron un 2,08 por ciento con respecto al año anterior, en cambio las defunciones aumentaron un 3,26%  y un 11,44% más que en 2019, antes de los estragos de la Covid.

Curiosamente -hay quien ha hablado de milagro-, Asturias es una de las cuatro comunidades que registraron un alza de nacimientos. Hubo 43 más que el año precedente. Sin embargo, la buena noticia se vio inmediatamente empañada por las 14.000 muertes registradas en esos doce meses en el Principado, lo que arroja un saldo negativo de 9.172 personas. Sí preocupantes son los datos, más aún es la justificación del gobierno asturiano: “El problema de la población sería bastante peor sin las ayudas”. Esa es la explicación de las autoridades de la región con menor tasa de fecundación de Europa, en la que, dicho sea de paso, el número de perros supera con amplitud al de niños. Tal vez de ahí la urgencia de la ley de Bienestar Animal.

Sólo unos días antes  de que el INE facilitara sus datos, se conocían los del XII Barómetro de las Familias en España, encargado por The Family Watch a la empresa de investigación GAD3. Entre otras conclusiones, el estudio asegura que formar una familia se sitúa a la cola de la lista de prioridades para los españoles menores de 45 años. La gran mayoría argumentaba que resulta  mucho más difícil criar hijos ahora que lo fue para generaciones anteriores.

La prioridad para los jóvenes españoles, según el barómetro, es viajar y conocer diferentes culturas (73%), seguida de prosperar profesionalmente (65%) y ampliar los estudios (50%), dejando en último lugar formar una familia. Aun así, cabe destacar que ha aumentado hasta un 62% el porcentaje de los jóvenes que desean  tener hijos, una proporción considerablemente superior al 26% que también lo quería durante la pandemia, en 2020; y al 46% de 2021. 

Que las condiciones de los jóvenes para tener hijos no son fáciles nadie lo duda. Alta tasa de paro juvenil, precariedad laboral, incertidumbre ante el futuro, difícil conciliación de trabajo y vida familiar… Lo malo es que esas circunstancias parecen convertirse en norma. Resulta evidente que las deducciones fiscales y las ayudas ofrecidas hasta ahora no son suficientes.

A este paso nos ocurrirá lo que en China, que empieza a pagar las consecuencias de la política del hijo único. El New York Times enumeraba a finales de enero algunas consecuencias de la disminución de la población en el gigante asiático. Mengua de la fuerza laboral, que llevará al encarecimiento de los productos que exporta a todo el mundo; decrecimiento del inmenso mercado chno, fundamental para Occidente;  caída en picado del mercado inmobiliario, esencial para la economía de Pekín; aumento de la carga de las pensiones y los gastos sanitarios de una gran población envejecida. 

El problema demográfico sigue engordando y sus consecuencias son imprevisibles, mientras nuestros políticos miran para otro lado, ocupados con lo que llaman las medidas más progresistas de la historia.

(Artículo publicado en La Nueva España el 23 de febrero de 2023)

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Malestar emocional

Más allá del Negrón/ Uno de cada cuatro españoles padece trastornos relacionados con la salud mental

Juan Carlos Laviana

Hubo una época ya lejana en mi vida en la que aplazaba todas las decisiones importantes para cuando alcanzara la ansiada estabilidad emocional. Dejar de fumar, beber menos,  hacer deporte, compatibilizar un trabajo demasiado absorbente con el limitado tiempo de ocio. En fin, llevar una vida más saludable, que mi vida real fuera más acorde con la vida que deseaba. Ese momento de una estabilidad sentimental y laboral así como una salud estable dentro de la gravedad nunca llegó.

Ahora, cuando ya no hay tiempo para grandes objetivos, cuando ya hay menos futuro que pasado, he comprendido que la vida es una sucesión de contratiempos. Que la vida no es exactamente como nosotros queremos, sino que mayormente la vida es como nos viene. Que no queda otra que cogerla por los cuernos y hacerle frente.

De nada sirve frustrarse ante las adversidades, darse de cabezazos contra la pared y lamentarse de lo que no tiene remedio. Mejor aceptar aquello de que la vida es un valle de lágrimas,  que tanta gracia nos hacía en la juventud deseosa de disfrutar a toda costa. Los seres humanos tendemos a confundir la ansiada felicidad, motor de nuestras vidas, con un estado de ánimo. Se puede estar contento, o alegre, pero no se puede estar feliz, porque la felicidad no es un estado transitorio. Feliz se es o no se es. Bendito idioma español que nos ofrece la posibilidad de distinguir entre el ser y el estar.

En el mundo actual, marcado por la ansiedad consumista, las prisas, el estrés laboral, la soledad y otros males contemporáneos hasta existe un índice de la felicidad. Lo elabora desde hace diez años la prestigiosa empresa demoscópica Gallup. En su último informe, del pasado año, Finlandia encabeza el ránking de países más felices, seguido de los demás vecinos nórdicos. Sociedades tan avanzadas como la británica y estadounidense ocupan lugares más bien discretos, el 16 y el 17, respectivamente. Aunque peor parada sale España en el modesto puesto 29.

El hecho de que los países nórdicos aparezcan en las primeras posiciones lo atribuyen los expertos a los altos niveles de confianza social, a los sólidos sistemas de bienestar, la delincuencia relativamente baja y al escaso desempleo. La palabra clave es confianza. En un año que los autores del informe describen como “lamentable”, la confianza de las personas entre sí y en sus gobiernos han sido factores clave en la clasificación. Seguro que aquí, en España, nos suena familiar eso de la desconfianza.

El último número de “Nueva Revista», publicación fundada a finales del siglo XX por el añorado maestro Antonio Fontán, ofrece un informe exhaustivo sobre lo que se ha dado en llamar bienestar emocional. Lo que antes conocíamos simplemente como felicidad ahora se ha convertido en la salud de nuestras emociones. Encontramos datos escalofriantes. Una de cada cuatro personas tiene o tendrá algún trastorno mental a lo largo de su vida; un 19 por ciento de la población española tiene síntomas de ansiedad; un 5 por ciento de los adultos padece depresión; entre 2010 y 2021 el consumo de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes aumentó en 10 puntos; entre los jóvenes de 14 a 18 años el incremento fue del 13.6.     

Las cifras más estremecedoras las ofrecen los suicidios. En España es la primera causa de muerte no natural. El número crece año tras año hasta alcanzar en 2021 las 4.003 personas que decidieron quitarse la vida. Por cierto, Asturias encabeza el macabro ranking con una tasa de 12,85 por 100.000 habitantes, lo que nos acerca  a los felices países nórdicos, paradójicamente con muy elevadas tasas de suicidios.

Esto sucede en el momento en que, según la mayoría de los expertos, disfrutamos, de media,  del mayor bienestar material de la historia. No hay duda de que la salud mental es un problema muy grave y que requiere de medidas urgentes. Sé que no es un consuelo, pero igual nos ayuda a nuestro bienestar emocional echar una ojeada a los países menos felices de la tierra según el mencionado ránking. Empezando por el final: Afganistán, Zimbabue, Yemen, Botsuana, Tanzania,  India… O tal vez nos deprima aún más.

(Artículo publicado en La Nueva España el 9 de marzo de 2023)

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A la caza de los nómadas digitales

Más allá del Negrón/ Con la llegada del AVE, Asturias pretende ser el destino de la nueva tribu del siglo XXI

Juan Carlos Laviana

Asturias ya se prepara para sacar provecho de la presunta llegada del AVE al Principado. La pasada semana este periódico publicaba que la atracción de los “nómadas digitales” es uno de los objetivos prioritarios de los municipios que se verán beneficiados por la alta velocidad. Ejecutivos de todo el país, y de todo el mundo, podrán cumplir el sueño de trabajar en el paraíso, lejos de las sedes de sus empresas ubicados en los infiernos urbanos.

Hemos sabido que el oscense Javier Oliván,  número dos de Mark Zuckerberg en Meta, empresa propietaria de Facebook, Whatsapp e Instagram, ha decidido trabajar desde España. No es moco de pavo. Oliván gana casi un millón de euros al año, bonus y complementos aparte. No soñemos. Aunque aún no ha revelado donde se instalará, dudo mucho que se vaya a instalar en el Principado, ya que viene para estar cerca de su familia, mayormente establecida en Huesca natal, donde por cierto sí llega el AVE.

El ejecutivo se ha acogido a la nueva figura de “nómada digital”, establecida por la llamada “ley de startups”, que entró en vigor el pasado uno de enero. La ley proporciona ventajas  fiscales nada despreciables así como un visado especial de hasta cinco años para directivos, empleados y familiares que se establezcan en nuestro país.

Según publicó el “Wall Street Journal”, y ha recogido aquí el digital “La Información”, parte de los ejecutivos de Meta, entre ellos el mismísimo Zuckerberg, ya practican el nomadismo digital en lugares remotos, alejados de Menlo Park (California), donde la empresa tiene su sede central.

Hace muchos años, don Crescencio Llera, maestro de la escuela de La Granja (San Martín del Rey Aurelio),  nos dejó  claro que los seres humanos, desde el origen de los tiempos, nos dividimos entre sedentarios, como nosotros mismos,  y nómadas, como los esquimales y los beduinos. Y que estos últimos se caracterizaban por ir de un sitio para otro sin parar, en busca de fuentes de alimentos o condiciones climáticas favorables para la supervivencia. Vamos, lo que siempre hemos conocido como emigrantes. Si es por alimentación, Asturias sería un muy buen lugar para los nómadas; en cuanto al clima, va en gustos, depende si a los nómadas de turno les gusta la lluvia y los veranos templados.

Uno, que ha vivido en cinco ciudades diferentes y se ha mudado en quince ocasiones, se siente un poco nómada por razones parecidas a las de los beduinos. Don Crescencio se empeñaba en que o se es nómada o se es sedentario, sin término medio posible, siguiendo las estrictas directrices de la educación de entonces, pero lo cierto es que hay matices. En ese mundo globalizado, todos somos un poco nómadas y, a la vez, sedentarios. No en vano el sedentarismo es uno de los males de nuestra época.

Tras la pandemia, no son pocos los trabajadores que han descubierto las ventajas del teletrabajo -desde casa, los sedentarios; o desde donde les apetezca, los nómadas- y se resisten a volver a sus oficinas. Se han desatado serios conflictos laborales. Elon Musk ha tenido que dar un puñetazo en la mesa para que sus empleados de Twitter volvieran a la presencialidad. Los periodistas del “New York Times” incluso fueron a huelga el pasado diciembre, entre otras cosas, exigiendo flexibilidad en el teletrabajo. Aquí, los trabajadores de “El País” se han resistido mayoritariamente a la orden de la empresa de volver a la redacción el pasado día 31 de enero. 

En España, a diferencia de por ejemplo Estados Unidos, siempre nos hemos resistido a la movilidad laboral. Un traslado se interpretaba como un castigo. Que tu empresa te destinara, pongamos por caso a Castellón, era como un destierro. Hoy, con las nuevas comunicaciones -salvo Asturias y unos pocos sitios más-,  las cosas han cambiado. Todo está cerca.

Así que se ha desatado la caza del nómada digital. Hasta el presidente Barbón ha hecho un ofrecimiento de mejores condiciones a los médicos de toda España maltratados en sus comunidades. Los médicos asturianos, dada su situación,  deben de pensar que ojalá les llamaran a ellos de otros sitios. 

Qué duda cabe del atractivo de Asturias. Pero no podemos soñar con la llegada de AVEs repletos de ejecutivos de Silicon Valley y de médicos explotados por Ayuso. No basta solo con proclamas triunfalistas y el orgullo de vivir en el paraíso. Primero habrá que conseguir objetivos tan básicos como que el paro no esté muy por encima de la media de España o que los trenes quepan en los túneles. Y, por supuesto, que llegue el AVE de una vez por todas.

(Artículo publicado en La Nueva España el 9 de febrero de 2023)

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Loa al médico de cabecera

Más allá del Negrón/ Una buena sanidad pública pasa por resolver la crisis de la atención primaria 

Juan Carlos Laviana

Soy de los que sigo llamando médico de cabecera al ahora denominado médico de familia. No sé muy bien si por la edad o porque el término  me resulta  mucho más ajustado, y evocador, que médico general o de proximidad. Expresiones mucho más frías o distantes. ¿Qué hay más próximo que la cabecera de la cama de un enfermo? Por algo a los libros o a los objetos más preciados, o utilizados, los que ocupan ese altar que es la mesita de noche, los llamamos de cabecera.

Ignoro cuándo y por qué se cambió la terminología. Desde que, en el ambulatorio de El Entrego, don Longinos nos atendía en su consulta, o en la cabecera de la cama -a un kilómetro de distancia-, hasta hoy en Madrid, que la doctora Peláez me atiende en mi centro de salud, a tiro de piedra, muchos médicos han pasado por mi vida y por mi cabecera. 

Como no podía ser de otra manera, ha habido de todo. Una muy amable médica que me hizo explicarle, en los años noventa, qué era la Esclerosis Múltiple, porque le parecía una dolencia muy exótica, o un doctor muy colega que me aseguró muy tajante que si yo padecía determinada enfermedad, se cortaba los huevos; en el entorno familiar, le conocemos desde entonces como el eunuco. Pero la mayoría de ellos nos ofrecieron toda su sabiduría y empatía, incluso cuando nuestros males eran más producto de la hipocondría que de la realidad.

Cuando llegué a Madrid, en los años ochenta, pasaba horas intentando que alguien me cogiera el teléfono en el ambulatorio para pedir una cita,  aguardaba tardes o mañanas enteras en salas de espera atestadas. Los médicos invertían su precioso tiempo -aún no había ordenadores- rellenando a mano recetas y partes de alta o de baja. Estaban tan enterrados en la burocracia que apenas tenían tiempo para levantar la cabeza y mirar a la cara al paciente de turno.

Hoy, las cosas han mejorado. Consigo la cita por Internet. La mencionada doctora Peláez me atiende con razonable prontitud y una afabilidad  exquisita, me dedica más tiempo del que dispone, siempre está accesible para una consulta telefónica si se trata de incluir una receta en la tarjeta sanitaria o algún trámite burocrático, o presencial, si lo requiere la afección. Y, lo que es más importante, conoce al dedillo mi historial médico y mis circunstancias personales.  

Mi experiencia, a juzgar por las reivindicaciones, debe de ser una excepción.  Por lo que cuentan los periódicos, los médicos de cabecera padecen una situación laboral desesperada y estresante, aunque no lo demuestren ante el paciente. Guardias eternas, falta de tiempo para atender a los enfermos -hasta setenta por día-, exceso de trabajo burocrático, plazas sin cubrir, salarios deficientes, unas condiciones que obligan a muchos a buscar una salida en el extranjero.

Aunque pudiera parecer lo contrario, a juzgar por el ruido, esta precariedad no sólo ocurre en Madrid, donde las justas reivindicaciones han sido teñidas por la politización. Aquí, campo de batalla político, se amplifica todo aquello que suponga un desgaste para la gran bestia negra de la izquierda. Cualquiera diría que Ayuso es la presidenta del Gobierno en vez de una comunidad autónoma. 

Detrás de esta escasa atención por parte de las diferentes comunidades y del propio Gobierno central, se esconde una progresiva falta de consideración de los propios ciudadanos hacia los médicos de cabecera. Ya no se les considera una solución para sus dolencias. Son los parias de la sanidad.  Se cree injustamente que por tener que saber de todo, no saben de nada. Se les ha reducido a burócratas de los centros de salud públicos, convertidos hoy en oficinas de tramitación (recetas, bajas, volantes de todo tipo…). Y, en realidad, son la primera línea del frente sanitario, los que tienen que dar la cara ante las quejas de los pacientes -listas de espera, colapsos en urgencias, escasa accesibilidad de los especialistas,…-   y, además, curar sus males.

Recuperar el prestigio y la eficacia depende de las administraciones públicas. Los 42.000 médicos de atención primaria del país, uno de cada tres,  se merecen más respeto. Ellos son el sostén de esa sanidad pública de la que tanto presumen nuestros políticos. Necesitamos que nuestros doctores tengan tiempo para conocer a sus pacientes, escucharlos y atenderlos, para que, de verdad, sean médicos de cabecera y no meros gestores del papeleo de las oficinas siniestras en las que se han convertido muchos centros de salud. 

(Artículo publicado en La Nueva España el 2 de febrero de 2023)

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Esperando el tren

Más allá del Negrón/ La tomadura de pelo con del AVE demuestra la irrelevancia de Asturias para Madrid

Juan Carlos Laviana

El profesor de Historia, cuando quería despertar a la chavalería del sopor habitual, sólo tenía que mencionar el dato de que la línea Langreo-Gijón había sido el tercer ferrocarril de España. Únicamente superado en antigüedad por el Barcelona-Mataró y el Madrid Aranjuez. Qué orgullo. Habíamos hecho historia en algo, además de la gesta de don Pelayo y la Revolución del 34. Luego se nos bajaron un poco los humos cuando supimos que, en realidad, nuestro tren había sido el cuarto, porque en la entonces Cuba española el ferrocarril La Habana-Güines se había adelantado a todos los demás.

Nuestra vida en El Entrego en aquellos años 60 giraba en torno al tren. Teníamos dos estaciones -la del Norte, a Oviedo ;la de Langreo, a Gijón- y una vía dividía como una cicatriz la villa en dos. Por si fuera poco, también estaba el trenecillo minero de La Encarnada.  De niño, lo utilizaba para subir la  cesta con la comida a mi padre, que por cierto también fue maquinista y me inculcó el amor al tren. Jugaba en las vías, en los túneles, en las mesillas. El paso del tren medía nuestro tiempo.  Hasta los suicidas recurrían al tren. Fuimos testigos de su evolución: desde el tren de madera y la máquina de vapor hasta el automotor, pasando por el Pájaro Blanco, un moderno convoy de segunda mano con el pedigrí de haber sido utilizado en una campaña electoral en EE.UU.

Empezamos a viajar. Primero a Oviedo y a Gijón, en 55 minutos, una hora menos que hoy. Luego a Castilla,  con trasbordo en Soto de Rey. Más tarde, a Pamplona (14 horas), con trasbordos en León y Alsasua. Luego a Madrid, toda la noche en el Costa Verde o siete horas en el Talgo, el gran orgullo de la tecnología española. En las siguientes décadas, se fueron rebajando los tiempos del viaje  a la capital hasta las cinco  horas y cinco  minutos del Alvia actual.

Desde 1992, fuimos testigos  de cómo el AVE iba llegando al resto de  España: Sevilla, Barcelona, Toledo, Valencia, Alicante, Valladolid, León, Segovia, Málaga, Galicia, Burgos, Murcia… Mientras, a Asturias- nos tocaba esperar- sólo llegaban promesas Cascos nos lo prometió para 2010. Zapatero, para 2012. Sánchez, para mayo de este año. Pues tampoco. Hay que seguir esperando.

Cómo será la cosa que hasta el bueno de Barbón, tan fácil de conformar por Madrid,  ha saltado al comprobar que el AVE no llegará para las elecciones de mayo: “Estoy decepcionado y cabreado”, ha dicho. “Exijo al Ministerio que dé la cara y explique en Asturias el retraso de la Variante». Parecía que estábamos escuchando a los presidentes autonómicos socialistas respondones, a los Page, los Lambán y los Vara.

Al otro lado del Negrón,  han llegado protestas por el retraso del AVE de Cuenca, de Murcia, de Extremadura y, por el motivo contrario,  hasta del País Vasco, que se resistía a perder su aislamiento. Pero de Asturias, ni pío. Estamos acostumbrados a esperar. Uno se pregunta dónde están esos “asturianos de braveza”, a los que cantaba Miguel Hernández.  Parece que se hubieran resignado a la irrelevancia, a ser los últimos en el reparto de las prebendas, como si estuviéramos aún pagando el peaje de haber sido en un tiempo lejano una de las regiones más ricas de España. 

El tren fue el símbolo del progreso de la revolución industrial y vuelve a serlo ahora como el medio de transporte más limpio. No hay más que ver lo que ha contribuido un ferrocarril propio del siglo XXI al desarrollo de provincias aisladas como Málaga o León. Mientras, nosotros tenemos que resignarnos a leer noticias lamentables sobre la decrepitud de nuestras comunicaciones. Aquel tren del que tan orgullosos nos sentíamos en los sesenta, uno de los primeros de España, “tarda más que el tren de vapor de 1949. A principios de siglo, el trayecto Laviana-Gijón [51,7 kilómetros] duraba 55 minutos, una hora menos que hoy”.

Cuando veraneábamos en Sahagún de Campos, mi padre me llevaba cada mañana religiosamente a la estación a ver cómo en un segundo pasaba el velocísimo TAF (Tren Automotor Fiat). Amaba tanto el tren, que cuando nos trasladamos a Pamplona, se apresuró a viajar 28 horas, ida y vuelta a Gijón, con la excusa de recogerme el diccionario de la RAE y la máquina de escribir que necesitaba. Murió sin cumplir uno de sus sueños: viajar en AVE.

De niños fantaseábamos con viajar en el Transiberiano y en el Orient Express. No ha sido posible. De mayores, la ilusión es llegar algún día en AVE a Gijón desde Madrid. Me temo que también hemos perdido ese tren. Y aquí seguimos esperando en el frío andén de la historia.

(Artículo publicado en La Nueva España el 19 de enero de 2022)

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Más vale un mal acuerdo

Más allá del Negrón/ Sobre la incapacidad de Sánchez y Feijóo para pactar el Poder Judicial

Juan Carlos Laviana 

Cuando éramos niños en El Entrego, teníamos una idea muy vaga de la justicia. Vivíamos en una dictadura y la justicia sin libertad, ya se sabe, no tiene mucho sentido. No tengo noción de haber visto un juzgado hasta mucho después. Debía de haberlo en Pola de Laviana, que por algo era sede del partido judicial, pero nos pillaba un poco a trasmano.

No prestábamos  demasiada atención a la Formación del Espíritu Nacional, donde es de suponer  que nos hablarían del asunto. Todo lo que sabíamos de la justicia lo habíamos aprendido en la Iglesia -la justicia divina- o en en el Estudio 1, en obras como “Fuenteovejuna” -”Morir, o dar la muerte a los tiranos, pues somos muchos, y ellos poca gente”- o como “Doce hombres sin piedad” -”No me importa si estoy solo, es mi derecho”-.

El cine americano nos enseñó mucho sobre la justicia. Cada dos por tres, usábamos en nuestro juegos frases como “tendrás que hablar con mis abogados”, “te llevaré a los tribunales”, o «te pondré una demanda que te fundirá”. Inocentes.

Crecimos y descubrimos que cualquier español al que se le haya ocurrido presentar una demanda, no le habrán quedado ganas de repetir. Yo mismo me he visto envuelto en dos  procesos -cosas menores, obras mal hechas, mala praxis médica…- y les aseguro que no repetiré. Descubrimos que la justicia no es lo que uno considera justo, que la justicia normalmente no deja satisfecho a nadie, que los jueces son humanos y se equivocan, que la justicia es desesperantemente lenta y, sobre todo, que más vale un mal acuerdo que un buen pleito.

No creo que en el Metro o en el autobús se hable del CGPJ. Es más, debo informarle a la ministra que, desde que existen los móviles, en el transporte público ya no se habla. La mayoría de los españoles no sabremos los intríngulis de lo que ocurre con el dichoso CGPJ, pero sí sabemos que nuestros dirigentes han optado por el pleito eterno, en lugar del mal acuerdo.  Sabemos que son incapaces de ponerse de acuerdo, no sólo sobre la justicia, sino sobre todo lo fundamental: la sanidad, la educación. Es más, la última ruptura, la de la pasada semana, acaba con toda esperanza de pacto de Estado en esta legislatura.

Sabemos que están incumpliendo el espíritu de nuestra Constitución, basada en la necesidad del pacto entre los principales partidos, sea quien sea su cabeza visible. Así lo acordaron nuestros constitucionalistas en el convencimiento de que los futuros líderes iban a participar, como ellos lo hicieron, de ese mismo espíritu. No es de extrañar, cuando hasta se sientan en el Consejo de Ministros los enemigos de la Transición, quienes reniegan de aquel espíritu que Alfonso Guerra y Fernando Abril Martorell pusieron por escrito en una servilleta de la cafetería José Luis.

Vemos con entusiasmo la película “Argentina 1985”, aplaudimos  cómo la justicia logró condenar a los sádicos milicos de la Junta, entre testimonios sobrecogedores  y un insoportable ruido de sables. Nos hace recordar cómo la justicia española logró castigar a los responsables del golpe del  23-F, incluso con un Ejército dispuesto a impedir el cambio de   rumbo de nuestra historia.

La justicia ha pasado por muy malos momentos. Incluso hoy no goza de buena fama:  no paramos de oír que no funciona, que está politizada, que está en manos de los poderosos. Vuelve a atravesar una grave crisis no por culpa de  jueces, magistrados o fiscales, sino por culpa de dos líderes políticos incapaces de anteponer los intereses partidistas, mantenerse en el poder o llegar al poder. por encima de cualquier otra meta.

 No. No es la justicia la que no funciona. Son  los  políticos los que no solucionan.

(Publicado en La Nueva España el 3 de noviembre de 2022)

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Irse de Madrid, pero ¿adónde?

Más allá del Negrón/ Se extiende el deseo de abandonar la ciudad amada y odiada a partes iguales

Juan Carlos Laviana

La primera vez que vi Madrid era en blanco y negro. Corría el año 73. Un grupo de asilvestrados bachilleres de El Entrego fuimos a pisar los lugares con los que nos hacía soñar la incipiente televisión. La Cibeles, El Paseo de la Castellana, la imponente Torre de Madrid… Queríamos comprobar que los decorados de nuestros sueños no eran  de cartón piedra. Tocarlos, pisarlos, bailar sobre ellos hasta que unos atónitos guardias nos desalojaron de la escalinata de las Cortes.

Siempre soñé con venir a Madrid. Supongo que porque aquí habían venido Lorca, Dalí, Buñuel, Hemingway, Ava Gardner, Bódalo, Berlanga, Charlton Heston, los héroes de la Residencia de Estudiantes, de Hollywood y del Estudio 1. Era entonces el destino de los elegidos. Un sueño reservado para los genios, para los triunfadores, para las estrellas. Todo lo importante ocurría en Madrid: los desfiles militares, las exhibiciones del 1 de mayo en el Bernabéu, las reuniones de la Academia y hasta el atentado de Carrero.

Casi cincuenta años después, me tropiezo con este titular: “Hoy, todas las madrugadas, millones de madrileños sueñan con dejar de serlo”. Al parecer, el fenómeno de la gran renuncia amenaza con un éxodo masivo. La crisis,  la pandemia y ahora la incertidumbre han cambiado nuestra forma de entender el éxito. “Madrid se ha convertido en la metonimia de todos lo que va mal”, escribe el periodista Héctor García Barnés, autor del escalofriante “Futurofobia». “La prisa, la fatiga, el trabajo, el capitalismo, la devaluación de los servicios públicos o la crispación política ocurren en todas partes, pero en la capital más y de manera más gravosa”. 

El autor considera que “la gente está despechada con Madrid, a la que le damos mucho, pero a cambio ella no nos devuelve todo”. ¿Nos estamos desenamorando de Madrid? Aquella ciudad que nos emocionaba hasta con los versos más tristes. El “Madrid, la ciudad de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”, de Dámaso Alonso. El “¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena!”, de Machado. El Madrid “extraña mezcla de Navalcarnero y Kansas  City,  poblada de subsecretarios”, de Cela.. El Madrid que sufrieron Larra y  Jovellanos. El Madrid, escenario lejano donde se decidió nuestra historia.

Irse de Madrid. Pero ¿a donde? No se habla de otra cosa. Un buen amigo, llegando a la edad de buscar un lugar para la etapa final, me pregunta si no tengo un plan para irme. El volverá a su Pamplona natal. Me sorprende que hace décadas que no me lo planteo. Cuando llegué con la maleta de madera, sí, me pasaba lo que a Galdós, que estuvo “algún tiempo atortolado, sin saber qué dirección tomar, bastante desanimado y triste”. Me pesaban tantos días azules, añoraba la mar, la paz de la provincia y hasta el provincianismo. Pero ya no. Ahora esos cielos son el techo que me resguarda.

De nuevo otro amigo me asalta con  lo mismo. ¿No piensas volver a Asturias?  Como si aquí se viniera huyendo, de paso, para marcharse. No. Sólo pensar en aquellos interminables inviernos, en la soledad de los mortales domingos por la tarde, en todos  los que ya no están,  … Ya no es el lugar que una vez dejé. Tal vez al sur, le concedí. por no delatar demasiado apego a Madrid. Ni se te ocurra, me advirtió. La gente se refugia en el Norte, por el cambio climático. Descartado.

Tal vez estamos culpando a Madrid de algo que no tiene la culpa. No descarto que la guerra política esté dañando a la ciudad. Que tras las acusaciones del dumping fiscal se esconda el resentimiento de los que se quedaron. El propio Javier Marías hablaba  de que  “la fama de Madrid como sitio impracticable, sucio, chapucero, urbanísticamente criminal y con un centro a mitad de camino entre una favela y Beirut en guerra, es universal”. Me anima que, pese a semejante reputación,el escritor nunca se movió de un lugar tan castizo e incómodo como la Plaza de la Villa.

Vivimos el viejo espíritu del “Madrid Me Mata”. El nombre que Oscar Mariné dio a su revista en 1984 expresa mejor que ningún otro ese sentimiento de amor odio a la ciudad.  Madrid mata y, a la vez,  ata. No es tan fácil salir de este agujero negro. Nos hemos diluido tanto en la ciudad que compartimos su propio destino. Muchos han empeñado la vida en venirse a Madrid para, una vez aquí,  pensar en marcharse.  El problema es a dónde. Es como si hubiéramos llegado a una estación terminal, donde más allá no hay nada,  En este tiempo globalizado no es tan fácil escapar de un lugar a otro. Lo más probable es que cuando lleguemos a ese lugar idealizado, nos volvamos a tropezar con lo mismo, con  nosotros mismos. Y eso sí que es un problema.

(Publicado en La Nueva España el 29 de septiembre de 2022)

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Del racionamiento a las restricciones

Más allá del Negrón/ ¿Podrán las nuevas generaciones acostumbrarse a restringir el consumismo?

Juan Carlos Laviana

La palabra de este verano se pronuncia en plural: restricciones. No se habla de otra cosa más que de los sacrificios que vamos a tener que hacer en un otoño que este año más que caliente, como venía siendo habitual,  será frío. O igual las dos cosas, a juzgar por lo mucho que vamos a tener que racionar en los próximos meses.  Muchos suministros que antes dilapidábamos alegremente -el gas, la luz, el agua, la comida- se verán restringidos de forma drástica, bien por su escasez, bien por la desmesurada subida de precios.

Los mayores del baby boom -los nacidos a finales de los cincuenta-  llegamos a oír hablar  mucho de la cartilla de racionamiento, de alimentarse a base de fariñes y nabos, del hambre del 41. Incluso heredamos hábitos de nuestros padres que causaban hilaridad a nuestros hijos. Rebañamos los platos como si no hubiera un mañana, besamos el pan antes de tirarlo, reutilizamos las sobras y hasta comemos los yogures caducados.

Para sorpresa de todos, una encuesta del Instituto Silestone para el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, hecha pública esta misma semana por varios medios, revela que los menores de 35 años son los que menos alimentos desperdician.  Y, en cambio,  los baby boomers,  los que más. No puede ser, nos decimos los que nacimos al principio de la franja generacional. Esos serán los que nacieron ya bien entrada la década de los sesenta, con el consumismo, los que se criaron bien alimentados a base de bífidus, aguacates o cereales.

Por lo que se ve, los menores de 35 años ya veían venir el nubarrón de las restricciones y se anticiparon administrando racionalmente los alimentos. Ahora se entiende la profusión de las ‘doggy bags’ -eufemismo para justificar que nos llevemos a casa lo que nos sobra en el restaurante-, de las muy apetitosas recetas a base de restos de comida,  o la obsesión por hacer una lista de la compra raquítica. Todo eso, en realidad, ya lo practicábamos los de nuestra generación: no íbamos a restaurantes más que en grandes eventos familiares, la gran mayoría no teníamos mascotas, cenábamos las sobras de la comida y comprábamos en función de los precios y no de las apetencias.

El problema es serio. El Ministerio ha aprovechado la presentación de la encuesta para decirnos que uno de cada tres hogares necesita modificar sus hábitos para reducir el despilfarro alimentario. Cada español tira a la basura más de medio kilo de comida a la semana.  Al año se desperdician en España, según datos oficiales, 1.400 millones de kilos de alimentos. Y, lo que es peor, de esa cifra astronómica el 75 por ciento no son desperdicios, sino productos sin abrir. En nuestra época, nuestros padres hubieran exclamado aquello de “y en África los niños muriendo de hambre”.

En estos tiempos, las recomendaciones de los padres las ha asumido el Estado en forma de decreto. De hecho, el departamento que dirige el discreto ministro Josep María Planas presentó en el Consejo de Ministros del 6 de junio la  Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, que entrará en vigor en 2023, año que ya podemos considerar fatídico, cinco meses antes de que empiece, por la cantidad de restricciones anunciadas.

La ley incluye una serie de buenas prácticas para corregir nuestra conducta. Algunas tan curiosas como evitar que “los establecimientos comerciales dispongan de líneas de venta productos feos, imperfectos o poco estéticos” o “incentivar la venta de productos con la fecha de consumo preferente o de caducidad próxima”. Y cómo no, un capítulo dedicado al régimen sancionador, con multas que oscilan entre los 2.001 y los 60.000 euros.

Volviendo al sorprendente dato de que los menores de 35 años desperdician menos comida, hay que tener en cuenta que hoy, a diferencia de épocas pasadas, son muchos los que viven solos, lo que facilita una  mejor administración. Y otro factor, recogido en la encuesta, la mayoría no tiran la comida por solidaridad con los famélicos, sino por el alto riesgo medioambiental que supone la acumulación de residuos.

Una vez más nuestros padres van a tener razón: “Aquí no se levanta nadie hasta que vea ese plato vacío.”

(Artículo publicado en La Nueva España el 11 de agosto de 2022)
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Memoria por ley

Más allá del Negrón/ Una exigua mayoría aprueba en el Congreso la Ley de Memoria Democrática

Juan Carlos Laviana 

Severino (1920-1998), natural de Cocañín (Asturias),  luchó en la Guerra Civil. Bien es verdad que en el bando nacional. Perteneciente a la quinta del biberón -18 años-, fue enrolado con las tropas italianas del Corpo di Truppe Volontarie que participaron en la ofensiva de Aragón. Y con ellas entró en Barcelona. Un recuerdo inolvidable para un chaval que nunca había ido más allá del pueblo de al lado. Severino  llevó un diario de esos meses de guerra, escrito con tinta azul y letra esmerada,  en una de esas libretas rayadas y de tapas gruesas en las que se llevaban las cuentas de los economatos. 

Severino era mi padre. Alguna vez, en un momento de debilidad, me enseñó orgulloso su diario, pero nunca me dejó leerlo. Tras su fallecimiento, busqué el cuaderno por todos los rincones de la casa. Nunca apareció, lo había destruido. Era muy ordenado y dedicó sus últimos meses a hacer limpieza y dejar en perfecto orden solo los documentos imprescindibles para evitarnos el trabajo que acarrea la muerte de todo familiar. Severino era de los que evitaba hablar a sus hijos de la guerra, por más que le preguntamos. De esos hombres a los que tanto hemos denostado por pretender olvidar aquel pasaje tan negro ¿Para qué recordar?, decía, sólo sirve para desenterrar odios. Nunca nos habló mal de nadie por motivos políticos, prefirió que tuviéramos nuestra propia memoria. Sin prejuicios heredados.

A Severino, parte de la España silenciosa del franquismo, votante de UCD y del PP en la transición, dudoso sobre la utilidad de los Gal, no le hubiera gustado la Ley de Memoria Democrática que hoy aprueba el Congreso. ¿Para qué? Otra vez desenterrando odios. No podemos imponer la memoria a cada nueva generación.

La memoria,  como todo concepto subjetivo,  es muy difícil de legislar. La ley necesita un concepto objetivable y la memoria no lo es. Es subjetiva, caprichosa, voluble,  “una gran traidora,”en palabras de Anaïs Nin. Por utilizar la gráfica definición de Ray Lóriga, “la memoria es el perro más estúpido, le tiras un palo y te trae cualquier cosa”. 

Construir  una memoria colectiva sería imposible. Y que además fuera compartida, una quimera. Más si cabe en el caso español.  Esta ley que hoy se aprueba fue avalada por la Comisión Constitucional la pasada semana. Su dictamen final fue aprobado en una tensa sesión extraordinaria por 19 votos a favor, 15 en contra y dos abstenciones. No parece precisamente una ley de consenso. Sólo una ley consensuada por los dos grandes partidos, los dos con opciones reales de gobierno, podría ser asumible y garantizaría su dudosa continuidad. De hecho, Núñez Feijóo ya ha anunciado que la derogará.

Resulta revelador cómo ha evolucionado el partido socialista. Con esta ley no es que vaya a enmendar al PSOE de González, imbuido del hoy  denostado espíritu de la Transición, enmienda la Ley de Memoria Histórica, a secas, que aprobó el muy progresista Zapatero  hace solo quince años. ¿Qué necesidad hay de otra nueva? ¿Es un clamor popular? ¿España no puede esperar más por esa norma? La única explicación posible es dar satisfacción a los socios de Gobierno y de legislatura. 

¿Hay alguna memoria antidemocrática que obligue a esta renovación? ¿Por qué el adjetivo democrática? La memoria, como facultad individual que es, no puede ser democrática. La memoria de un mismo hecho vivido por dos personas distintas, es irremediablemente diferente, porque la percepción y el punto de vista son diferentes en cada persona.

Tiene razón Ciudadanos cuando dice que estamos ante  “una ley de memoria selectiva”. Una memoria que se olvida de la mayor tragedia de la España reciente: los 3.000 atentados de ETA, sus 864 asesinados -el último hace solo siete años-, las más de 3.000 víctimas y los 364 crímenes aún sin resolver. Esto no es la memoria, esto es presente. Y no, no estoy de acuerdo con mi padre, aunque comprenda sus motivos. Esta generación debe enterrar el odio, sí, pero nunca olvidar como estamos olvidando una tragedia, cuyos protagonistas, los que sobrevivieron, víctimas y verdugos, siguen entre nosotros. 

(Artículo publicado en La Nueva España el 14 de julio de 2022)

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Perrihijos y gathijos

Más allá del Negrón/ De la crueldad con los animales hasta convertirlos en miembros de la familia

Juan Carlos Laviana

Entre los muchos recuerdos de la infancia, hay uno que me ha acompañado de forma  persistente.  Los aullidos de una camada de gatos aprisionada en un saco de arpillera. Allá por los años 60 del pasado siglo, en nuestra casa de La Granja, a un kilómetro de El Entrego, siempre había un gato. No por un especial cariño a los animales, sino por su utilidad como cazador de ratones. Entonces y allí, sólo se tenían animales domésticos (es un decir) si resultaban de utilidad. O bien como alimento (gallinas, conejos, cerdos…) o bien con otras funciones, como perros guardianes o felinos exterminadores de  roedores.

Era habitual en la niñez presenciar el preciso hachazo en el pelado cuello de una gallina y la subsiguiente danza macabra del animal decapitado. El mortal golpe certero en la nuca de un conejo, inmovilizado boca abajo por las patas traseras, que le dejaba seco en el instante. Por no hablar de la menos frecuente, pero mucho más sangrienta, matanza del cerdo.

Con los gatos el método era diferente. Cuando paría la gata, se recogía a los cachorros en un saco de patatas,  se ataba bien para que no escaparan, se echaba la espalda el cargamento,  que no cesaba de cosquillear,  y se llevaba hasta el lugar adecuado para el sacrificio. En este caso, era el puente colgante del Sotón, a unos cientos de metros de casa, Desde allí, se arrojaba el cargamento al río,  y se contemplaba, hasta que desaparecía de la vista,  cómo el bulto viviente era engullido por las entonces negras aguas del Nalón.

El recuerdo me ha vuelto a la mente al leer un muy interesante reportaje en la web de RTVE, titulado muy descriptivamente “La era de los ‘perrhijos’: así se afianza el modelo de familia multiespecie en un país con más perros que niños”. Entre otros muchos esclarecedores datos, se dice que en España hay más de nueve millones de perros frente a los menos de siete millones de niños menores de 15 años. O que cada vez es más sólida su integración en las familias: ya se habla de custodias compartidas, figuran en testamentos y se les el último adiós en ceremoniosos velatorios.

“No importa que tengan cuatro patitas, son mis hijos y daría cualquier cosa por ellos». Son palabras publicadas por la dueña de un perro en una red social con el hashtag #mamaperruna. «Madre e hijo no son siempre de la misma especie», asegura contundente la instagramer,

Los expertos atribuyen el fenómeno al hecho de que España -con Asturias a la cabeza- sea uno de los países con menor tasa de fecundidad del mundo. Y también a razones socioeconómicas para justificar nuestra renuncia a tener descendencia: falta de recursos, dificultad para encontrar la pareja adecuada, inestabilidad familiar, o, simplemente, no poder o no querer traer hijos a este mundo. Todos estos factores contribuyen a que cada vez más personas recurran a lo que en el reportaje se denomina  “familia interespecie”.

No es de extrañar, pues, que el Gobierno haya aprobado un anteproyecto de ley de Protección y Bienestar Animal. Una ley conservadora si la comparamos con otros países. En Suiza, los animales tienen derecho a un abogado de oficio. En Francia, es necesario un “certificado de sensibilización” para adquirir una mascota. Y en toda Europa se castiga duramente el maltrato.

El fenómeno de la humanización de los animales avanza de forma vertiginosa. El hecho de sustituir la familia convencional por la “interespecie” indica que tenemos una necesidad de familia, sea del tipo que sea, una carencia que puede llevarnos al exceso. Denota, sobre todo,  un alarmante aumento de la soledad, ya sea voluntaria o involuntaria. En España, el número de personas que viven solas está a punto de alcanzar los cinco millones.

Acabo de sacrificar a mi gato mayor, gravemente enfermo. Otros dos viven con nosotros. Me da pudor hasta mencionarlos por sus nombres. Mis hijos me consideran un primitivo, un cromañón, un salvaje, por haber sacrificado de forma tan atroz a mis primeros cachorros. No digo que aquello estuviera bien. Al fin y al cabo, son seres vivos. Lo que ya no puedo admitir es que mis gatos sean dos miembros más de mi familia. El día que los trate igual que a mis hijos, no habré humanizado a los gatos, sino que me habré animalizado yo. 

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(Publicado en La Nueva España el 26 de mayo de 2022)
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Guerra y verdad

«Moscú, con su represión a los medios, está volviendo a los años más duros de la Unión Soviética»

Juan Carlos Laviana

(Artículo publicado en The Objective el 8 de marzo de 2022)

New Russian President Vladimir Putin takes the presidential oath on the Constitution of the Russian Federation in Moscow’s Kremlin Palace on May 7, 2000. Former president Boris Yeltsin looks on during the inauguration ceremony after having resigned on December 31, 1999.

La guerra y la verdad nunca se han llevado bien. Se diría que son incompatibles. La manipulación de la verdad es un arma tan decisiva como la más mortífera. Y, ya lo dice el dicho popular, en caso de guerra cualquier trinchera (y cualquier arma) es buena.

No es de extrañar pues que, cada vez que estalla un conflicto bélico, una de las citas más recurrentes sea aquella tan tajante y tan redonda que reza: «La primera víctima cuando llega la guerra es la verdad». Tiene muchos padres. Se le atribuye al senador norteamericano Hiram Johnson, cuya mayor contribución a la historia es haber pronunciado la sentencia en 1917 en plena Gran Guerra. También se le adjudica al británico Lord Ponsoby, que la utilizó en su libro Falsedad en tiempos de guerra. Mentiras propagandísticas de la Primera Guerra Mundial (Athenaica Ediciones, 2018). En última instancia, parece que ambos la tomaron del dramaturgo griego Esquilo, quien combatió en la batallas de Maratón y Salamina y sabía de lo que hablaba.

Esto demuestra que el debate sobre la libertad de expresión es un problema tan antiguo como la propia civilización. Y, ahora, la guerra en marcha de nuevo nos ha puesto sobre la mesa el problema nunca resuelto. La UE ha decidido prohibir la televisión Russia Today y la agencia de noticias Sputnik. A cualquiera le incomoda, o debería incomodarle, la prohibición de un medio de comunicación por repugnante que nos parezca. Surgen muchas cuestiones que no debiéramos eludir. Si limitamos la libertad de expresión para combatir al enemigo, si utilizamos sus mismas armas, ¿no nos estamos comportando como él? Al utilizar sus mismos métodos, ¿no estamos actuando de una forma similar, adoptando posturas propias de lo que pretendemos combatir?

Vladimir Putin acaba de aprobar una ley llamada de «información falsa», por la que se establece la censura previa, cuantiosas multas y penas de hasta 15 años de prisión por la publicación de «noticias falsas» sobre las fuerzas armadas o aquellas que aplaudan las sanciones económicas contra el país.

La consecuencia inmediata ha sido el cierre de la última televisión rusa independiente que seguía emitiendo y la decisión del principal periódico crítico con el régimen, Novaya Gazeta, de borrar todos los artículos que puedan resultar molestos al dictador con la única intención de poder seguir publicando. A todo ello hay que sumar la salida de Moscú de todos los medios occidentales, ante la imposibilidad de seguir informando, y el bloqueo de las redes sociales. En suma, apagón informativo.

Francisco Herranz, autor de Gorbachov: luces y sombras de un camarada (Libros.com) y colaborador hasta ahora de la agencia Sputnik, considera que Moscú, con su represión a los medios, está volviendo a los años más duros de la Unión Soviética, cuando los ciudadanos rusos solo recibían información de Occidente de forma clandestina, a través de las emisiones en onda corta de Radio Liberty. Ahora, la recibirán de la BBC y otros medios, también de forma clandestina. Al mismo tiempo, Herranz se muestra contrario al cierre de los medios públicos rusos en Occidente, lo que considera «un grave error». «No son tan influyentes», asegura. Y añade que «Occidente ha caído en una trampa de Putin, dándole argumentos para su represión de la libertad de prensa en Rusia y presentarse como víctima». La medida alienta, además, una peligrosa rusofobia, que ya se está viendo en las peticiones de cierre del Hermitage en Málaga, la suspensión de la actuación del Bolshoi en el Teatro Real o la cancelación de cursos sobre Dostoievski o Tolstoi y un sinfín de cancelaciones de la cultura rusa.

El principal argumento para la prohibición de los medios de Moscú es que estamos en una guerra. Y que en las guerras las excepciones a las libertades son no solo inevitables, sino imprescindibles. Además, se trata de dos medios estatales, lo que en el caso de Rusia es lo mismo que decir gubernamentales. Es suma, que están siendo utilizados como arma por el propio Putin.

El exvicepresidente del Gobierno español Pablo Iglesias se pronunció al respecto equiparando los medios públicos rusos con los privados españoles. «¿Russia Today y Sputnik informan a favor del Gobierno ruso? Sin duda, igual que Mediaset y Atresmedia informan a favor de sus propietarios. ¿En un contexto de guerra manipularán? Obvio. ¿Qué significa censurarlos? Que la libertad de prensa es un discurso liberal hipócrita».

Seguía la misma línea que el presidente venezolano Nicolás Maduro, quien calificaba el comportamiento de nuestros medios en este conflicto con esta sarta de adjetivos: «Plegados», «arrodillados», «arrastrados», «vomitivos», «asqueantes».

En un muy interesante artículo, el profesor Félix Ovejero elaboraba una exhaustiva lista de excepciones que se aplican a la libertad de expresión: desde el respeto a las minorías o a los símbolos nacionales a la negación del Holocausto o de la eficacia de las vacunas, pasando, claro, por la prohibición de los medios rusos.

Ovejero resaltaba el peligro que supone la toma de postura de los nuevos magnates de la comunicación, como el caso de Elon Musk, que ha proporcionado a Ucrania su servicio de internet vía satélite Starklink. «El problema – concluía Ovejero- no radica en que sean buenos o malos, en que se comprometan con las buenas causas o con las indecentes, sino en el hecho de que puedan decidir cuáles son las buenas causas: qué es lo importante es precisamente lo que nos corresponde decidir a los ciudadanos, el debate que se nos hurta. Al menos si nos preocupa la libertad de expresión y la democracia».

Hablando de conflictos bélicos y de libertades es inevitable recurrir a Winston Churchill, quien ya advirtió de que, «en tiempos de guerra, la verdad es tan preciosa que debería ser protegida por un guardaespaldas de las mentiras». El problema es quién elige al guardaespaldas.

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La guerra civil no es un juego

Más allá del Negrón / La posibilidad de una contienda fratricida centra el debate político en Estados Unidos

Juan Carlos Laviana

En ciertos países, como el nuestro, estremece sólo oír hablar de guerra civil. Y, sin embargo, es un asunto que una y otra vez se trae al presente como arma arrojadiza. Ya sea por debates bizantinos o por considerar que, 80 años después, la guerra aún no se ha acabado. Leyendo la prensa norteamericana, sorprende que se hable tan alegremente de guerra civil. Hasta tal punto, que la posibilidad de una contienda interior ocupa el centro del debate político por encima, incluso, de la posibilidad mucho más real de una guerra en la para los americanos remota Ucrania,

“Cuidado con las profecías de la guerra civil”, titulaba un artículo en “The Atlantic” el irlandés Fintan O’Toole. Y aseguraba tajante: “La idea de que tal catástrofe es inevitable en Estados Unidos es incendiaria y corrosiva”. Comenzaba su texto ofreciendo su propia experiencia, plasmada en esta anécdota que nos resultará familiar a los españoles. “En enero de 1972, cuando yo era un niño de 13 años en Dublín, mi padre llegó a casa del trabajo y nos dijo que nos preparáramos para la guerra civil”. Irlanda tiene tras de sí una larga tradición de guerras civiles y la violencia de aquellos años no llegó a convertirse en guerra civil, pero se le pareció mucho, con sus más de 3.500 muertos en 30 años, la mitad de ellos civiles.

Sostiene O’Toole que “la creencia de que iba a haber una guerra civil en Irlanda empeoró todo”. Explica que “una vez que esa idea se arraiga, tiene una fuerza propia”. Y desarrolla el proceso: “Los demagogos advierten de que el otro lado se está movilizando. Vienen por nosotros. No solo tenemos que defendernos, sino que tenemos que negarles la ventaja de dar el primer paso. Se establece la lógica del ataque preventivo: házselo a ellos antes de que ellos te lo hagan a ti. El otro lado, por supuesto, está pensando lo mismo”.

Se pregunta si podría ocurrir lo mismo en Estados Unidos. “Gran parte de la cultura estadounidense ya está preparada para la batalla final –asegura-. En lo que solía llamarse la extrema derecha, pero que quizás ahora debería llamarse simplemente el brazo armado del Partido Republicano, la inminencia de la guerra civil es un hecho”. Tanto es así que, según encuestas publicadas la pasada semana, en torno a un tercio de los votantes republicanos piensa que las cosas van tan mal que quizá sea necesario recurrir a la violencia.

Efectivamente, son hechos. Así lo han revelado las investigaciones sobre lo ocurrido en el asalto al Capitolio el 6 de  enero de 2021. Uno de los líderes ultraderechistas ahora juzgados dijo a sus seguidores dos meses antes del asalto: “No vamos a superar esto sin un guerra civil”. Y advirtió, en uno de los mensajes encriptados a sus seguidores, que si Biden era proclamado, “habrá una lucha sangrienta y despiadada”.

Entre los más reveladores estudios sobre la posibilidad de un enfrentamiento armado, se encuentra el del canadiense Stephen Marche, titulado “La próxima guerra civil. Mensajes desde el futuro de América”. Afirma Marche que Estados Unidos “ya se encuentra en un estado de conflicto civil, en el umbral de la guerra civil.” 

Considera que si llegara a estallar la guerra y los historiadores miraran hacia atrás buscando las causas, se encontrarían con abundantes motivos. Entre otros: una profunda polarización no sólo política, sino también social  y cultural; el hecho de que gran parte del discurso mediático se haya intoxicado; que el sistema democrático haya entrado en una profunda crisis; o que se hayan consentido cientos de ejércitos privados fuertemente armados.

Esta situación de aparente ciencia ficción no es tan lejana. El prestigioso investigador canadiense Thomas Homer-Dixon ha calculado que “para 2025, la democracia estadounidense podría colapsar, causando una inestabilidad política interna extrema, incluida la violencia civil generalizada. Para 2030, si no antes, el país podría estar gobernado por una dictadura de derechas”. Nada improbable teniendo en cuenta que todas las previsiones sitúan a Trump de nuevo en la Casa Blanca dentro de tres años.

Una de las mayores investigadoras de las guerras civiles, la profesora Barbara F. Walters acaba de publicar un libro –“Cómo empiezan las guerras civiles”- que ha añadido leña al fuego. Su tesis es que Estados Unidos cumple los dos principales  requisitos para que se produzca una contienda civil. A saber, una tensión entre democracia y autoritarismo y el establecimiento de dos frentes ideológicos.

Los expertos advierten de que la idea de que tal catástrofe es inminente e inevitable debe manejarse con extremo cuidado. Se trata de “material inflamable y corrosivo”. En España, tan dados a jugar con materiales peligrosos, incluso en los debates parlamentarios, debiéramos ser más cuidadosos para evitar hacernos daño. Otra vez.

(Artículo publicado en La Nueva España el 27 de enero de 2022)

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Gaziel, lecciones de periodismo para la guerra

(Artículo publicado en Zenda el 27 de Marzo de 2022)

JUAN CARLOS LAVIANA

Gaziel, lecciones de periodismo para la guerra

«Son escenas que infunden una congoja indecible, una piedad ilimitada, una tristeza radical y un hastío soberano del mundo. Ninguna, entre las que he presenciado durante el curso de la guerra, me produjo la conmoción de esta horda de lugareños harapientos, medio desnudos, barridos de sus tierras como despojos de basura humana. ¿Qué crimen horrendo han cometido estas gentes? ¿Cuál es su falta imperdonable? ¿Qué mal han hecho?». Lo descrito bien pudiera corresponder a una escena de ayer en cualquier rincón de Ucrania. Sin embargo, ocurrió hace poco más de cien años un poco más al sur, en los Balcanes.

Estamos en la Primera Guerra Mundial, donde los refugiados, al igual que ahora, también fueron desplazados por millones por los efectos devastadores de la guerra. La humanidad avanza, progresa, pero la guerra la hace retroceder siglosAgustí Calvet, Gaziel (1887-1964), más conocido por sus posteriores avatares como director de La Vanguardia, revolucionó el periodismo de guerra. Sus crónicas son todo un referente para los periodistas que hoy nos cuentan, desde Kiev o desde Odesa, la tragedia de una guerra de proporciones aún desconocidas.

«El escritor y periodista Jordi Amat recuerda en el prólogo cómo Calvet, entonces estudiante de filosofía becado en París, se convierte por accidente en corresponsal de guerra»

El Gaziel reportero de guerra fue rescatado por Libros del Asteroide hace ya seis años en una recopilación de sus crónicas bélicas bajo el título De París a MonastirLa sencillez de la narración es la primera lección de Gaziel. El mundo convulsiona a su alrededor y él recurre, en su modesta pensión de Saint-Germain-des-Prés, a lo único que sabe hacer: recoger en su diario cada detalle a su alrededor. «Siguiendo mis buenos hábitos de observador exacto —anota tras tener noticia del estallido de la guerra—, he salido estos días a recorrer el interior de París, con el ánimo de tomar el pulso a la palpitación colectiva provocada por esos faustos sucesos. He abarcado en mis largos rodeos desde los grandes restoranes de moda y las aceras de bulevar hasta los barrios humildes y los antros ingratamente oloríferos de Les Halles».

El escritor y periodista Jordi Amat recuerda en el prólogo cómo Calvet, entonces estudiante de filosofía becado en París, se convierte por accidente en corresponsal de guerra. Y lo hace con las propias palabras de aquel joven catalán afrancesado de apenas 26 años. «El mundo está en guerra, y yo salgo a recorrer nuevos campos de batalla con una sencillez que me asombra a mí mismo».

«Nací al gran periodismo precisamente en un instante extraordinario para sacar partido de la espantosa confusión de los tiempos, con tantísimos pescadores de río revuelto»

Personaje clave para que el estudiante se convirtiera en periodista fue Miquel del Sants Oliver, codirector de La Vanguardia. Explica Amat que la clave de que Gaziel se convirtiera en un periodista de éxito arrollador «era una nueva forma de contar la guerra, cambio suscitado por la Primera Guerra Mundial». Rescata una cita de un artículo de Sants Oliver que sirvió de prólogo a una de las recopilaciones: «El clásico corresponsal de guerra —escribía—, incorporado de una manera fija en el cuartel general, siguiendo en el estado mayor de los ejércitos, abarcando el conjunto de las batallas, ha pasado a la historia (…). Ha surgido un nuevo tipo de cronista, el cronista espiritual de la guerra, que no actúa tanto sobre sus episodios concretos, sobre la descripción minuciosa de los combates, como sobre la repercusión social del estupendo conflicto, es decir, sobre el fondo humano en que se desenvuelve».

Jordi Amat sintetiza la aportación del periodista con precisión quirúrgica: «Lo que Gaziel logró era que el lector creyese que estaba contemplando lo que la crónica contaba».

Al cumplirse los veinte años como periodista, el propio Agustí Calvet explica sus orígenes en la profesión. «Nací al gran periodismo precisamente en un instante extraordinario para sacar partido de la espantosa confusión de los tiempos, con tantísimos pescadores de río revuelto. Era al estallar la guerra mundial, cuando ser francófilo o germanófilo constituía una verdadera, una copiosa, una saneada profesión».

«Una de las claves del acierto de Gaziel, como bien subraya Amat, es la utilización de la primera persona en sus crónicas»

Y en la cita, recogida por Amat en el prólogo, explica con pasión y extraordinario detalle cuál era la situación que se vivía en el mundo: “Con la sangre y las lágrimas de tantos millones de seres humanos —otra vez parece que nos hablara del presente—, se realizaba un inaudito comercio. Se hicieron inmensas, regulares y pequeñas fortunas, comprando y vendiendo armas y mercancías, noticias y opiniones, comentarios y sentimientos. En torno mío, rozándome continuamente, había un mercado inmundo, con apariencias deslumbradoras, idealistas y humanitarias».

Más adelante revela cuál fue su postura —la propia de un periodista honesto— ante tal vergonzante mercadeo de la guerra. «Yo lo atravesé ingenuamente: estuve cuatro años entre miserias, aguanté personalmente una buena parte de ellas, dije lo que eran, no oculté mis simpatías y —sobre todo, ante todo, por encima de todo— procuré exteriorizar infinita piedad, la vergüenza profunda y el inolvidable dolor que me causaba la locura fratricida ente los más grandes y nobles pueblos de Europa. Y esto fue todo: terminada la guerra, volví a mi patria cargado de tristes experiencias, pero con las manos vacías».

Una de las claves del acierto de Gaziel, como bien subraya Amat, es la utilización de la primera persona en sus crónicas. Eso le permite llegar a lo más íntimo del lector, sensibilizarle, tocarle la fibra más sensible, como si quien se dirigía a él no fuera un frío relator de acontecimientos, sino una persona conmocionada por lo que relataba. De hecho, su primera crónica, fechada en París el 9 de septiembre de 1914, llevaba por título Diario de un estudiante en París. Por primera vez aparecía firmado con el seudónimo Gaziel, con el que el periodista pasaría a la historia.

«Tras las crónicas de los Balcanes, el estudiante de filosofía se convirtió en una estrella del periodismo»

Como advertencia previa a los lectores explicaba que «al escribir este diario jamás hubiese imaginado el autor que llegara a publicarse». Se presentaba, se aclara en el prólogo, como un particular que ofrecía de forma casual su testimonio. «Este diario no contiene más que la relación verdadera y simple de los hechos reales y vividos».

Y ahí se esconde otra de las características de Calvet. Su obsesión por la objetividad. «Los neutrales que estamos presenciando “objetivamente” la interesantísima  lucha que se desarrolla (…) debemos guardarnos muy bien de juzgarla a la ligera y según nuestras propensiones y simpatías».

Tras las crónicas de los Balcanes, el estudiante de filosofía se convirtió en una estrella del periodismo, «un periodista/escritor leído masivamente». Incluso en «un creador de opinión», como demostró con su implacable oposición a la dictadura de Primo de Rivera, con su defensa a ultranza de la libertad durante la República, con su exilio forzado tras ser ocupado el periódico por un comité obrero, y con los casi 20 años de silencio periodístico a los que le condenó el franquismo.

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¿Periodismo ciudadano?

«Para aproximarnos a la verdad, ¿qué fotografiamos? ¿Las estanterías llenas o las vacías?»

Juan Carlos Laviana

(Artículo publicado en The Objective el 5 de abril de 2022)

La pasada semana proliferaron las imágenes de estanterías vacías. Se convirtieron en icono de una situación terrible que, por inusual, suena a épocas o lugares remotos. Mostraban el desabastecimiento. De una forma anárquica y sin sentido alguno, se echaron de menos en nuestros supermercados, sobre todo la leche, el café descafeinado, el arroz, las pastas, y, cómo no, la estrella de todos los desabastecimientos: el papel higiénico.

Cualquiera que haya ido al supermercado en esos días aciagos, habrá podido ver con sus propios ojos las aterradoras estanterías vacías. En cuanto esas imágenes aparecieron en los periódicos y las televisiones, una legión de practicantes del llamado periodismo colaborativo se apresuró a desmentirlo. Se apresuró a enseñarnos las estanterías a rebosar de los supermercados, casualmente justo debajo de su casa. Allí, aseguraban  orgullosos de su pueblo, no faltaba de nada.

Cualquiera diría que lo que se libraba era una batalla informativa. Las estanterías llenas o vacías eran las mismas para unos y otros, pero las enseñaban de distinta manera. Se enfrentaban, en fin, quienes intentaban imponer su visión de las cosas contra quienes intentaban informar,  sin más intención que la de mostrar la realidad, con todo lo difícil que resulta  atrapar la realidad.

Como resulta imposible tomar una instantánea de un supermercado entero, en la que se aprecie con detalle qué falta y qué no, surge la gran pregunta. Para aproximarnos a la verdad, ¿qué fotografiamos? ¿lo lleno o lo vacío? No caben términos medios. Con la lógica de un periodista, fotografiaremos lo vacío. Lo lleno no es novedoso. Es lo habitual que los productos estén en su sitio. Suena a Perogrullo, pero la obligación del periodista es contar lo novedoso, lo noticioso, no conformarse con lo normal.

Nada más aparecer publicadas las primeras fotografías de los insólitos huecos, se oyeron los indignados gritos de guerra. Esto es cosa de los periodistas. Esto es cosa de la prensa que se dedica a alarmar. Sacan lo que les interesa. Negando así la evidencia de que las estanterías estaban, vacías o medio llenas o como se quiera, tal y como demostraban las imágenes. Sólo faltaba decir que, en un descuido, el periodista se había dedicado a vaciar estanterías para lograr una imagen más efectista.

Las redes –las dichosas redes- se convirtieron una vez más en el cadalso de la prensa. Como es sabido, hay una inquina ancestral a los portadores de malas noticias o simplemente a los portadores de las noticias que no nos convienen. ¿Qué intención tenían aquellos que nos mostraban las estanterías llenas, presumían de no carecer de nada y, además, culpaban a sus vecinos de acaparadores, atribuyéndoles la responsabilidad de los  desabastecimientos? No puedo imaginar otra intención que la de hacer creer que la tan discutida huelga había sido un fracaso.

Estamos acostumbrados a que los españoles nos partamos en dos bandos ante cualquier acontecimiento. Al de que se trata, que me opongo. Ya sea por la linde del vecino, las medidas contra una pandemia, o quién lleva razón en una guerra. Lo que no estamos tan acostumbrados es a que esas disputas sirvan de espectáculos propios de la arena romana, amplificados en impunes redes sociales, platós de televisión convertidos en pistas de circo y estudios de radio imposibles de insonorizar.

Esto ocurre cuando dejamos la información en manos de aficionados. Es como si el pastor encomendara a los lobos la vigilancia de su rebaño. Hemos dejado algo tan esencial como la información no ya sólo en manos de aficionados, sino de espontáneos, con intereses espurios y fáciles de manejar.

Recuerda Xavier Pericay en su pequeña joya Las edades del periodismo una muy significativa cita al respecto. Corresponde al año 2008, cuando internet aún estaba en mantillas y un año antes de la invención del teléfono llamado inteligente. El acierto corresponde a Arcadi Espada, quien advertía, «ante el advenimiento del llamado periodismo ciudadano, de la ‘gran novedad’ que implicaba  el uso periodístico de internet, por personas que no son periodistas (…) el acceso directo de la fuente al medio».

Estamos, debemos reconocerlo para no negar el problema, en un momento de gran desprestigio de la prensa. Y no digo tradicional, porque la prensa no necesita adjetivo más allá de buena o mala. Pero, sobre todo, padecemos un problema de autoestima –quién nos lo iba a decir a los periodistas-, de falta de fe. Basta con ver las campañas de desprestigio, las acusaciones de alarmismo, servilismo, amarillismo y un infinito rosario de ismos. No estará la prensa tan en crisis cuando algunos políticos se apresuran a tomar posiciones estratégicas en tribunas desde las que influir. Es más, hay todo un exvicepresidente del Gobierno que presume de tener más influencia ahora desde los medios, de la que tenía en el mismísimo Palacio de la Moncloa. Sus dos millones y medio de seguidores en redes sociales no deben de ser suficientes.

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Desabastecimiento

Más allá del Negrón/ Nuestra sociedad no está preparada para los sacrificios

Juan Carlos Laviana

Los nacidos a mediados del siglo XX sabíamos de las terribles consecuencias del desabastecimiento por las historias remotas que relataban nuestros padres o abuelos. Que si tenían que alimentarse a base de rábanos, berzas o tortos. Que si no había más pan que el negro, el aceite era un lujo y los huevos se guardaban para las fiestas. Sabíamos del desabastecimiento por expresiones heredadas de un pasado lejano como “más hambre que en el 41” o “estaba tan desnutrido que parecía el hambre en Rusia”.

Conservamos tics heredados de nuestros progenitores. Lecciones que intentamos, sin éxito, trasladar a nuestros hijos. Rebañamos los platos como si tuviéramos hambre atrasada, como si hubiera que atiborrarse  bien hoy por si mañana ya no es posible. Repetimos a la menor ocasión eso de que la comida no se tira, lo que está en el plato se acaba o lo que los restos del mediodía se guardan para la cena. Sólo nos falta recordar cuánto darían por ese plato de lentejas los famélicos niños africanos o besar el trozo de pan antes de tirarlo.

Nuestros hijos nos miran como marcianos, claro. Como lo que, en realidad, somos: esa generación intermedia entre los que pasaron hambre y a los que les sobra la comida. Somos seres venidos de otro tiempo, de otro siglo, de otra era, que pasó y creíamos, ilusos, que no podía volver.

Y de repente aquí está, de nuevo, el desabastecimiento. Tuvimos los primeros síntomas cuando un simple buque encallado en el Canal de Suez interrumpió durante una semana la cadena de suministros en Occidente. Amazon dejó de servir de un día para otro, dejamos de recibir productos de China, a los vendedores no se les caía de la boca el no hay nada que hacer hasta que refloten el Ever Given.

Acto seguido llegó el Covid. Más desabastecimiento. Tuvimos que soportar que la farmacéutica nos llamara acaparadores por pedir cuatro mascarillas, una por cada miembro de la familia. Tuvimos que evitar la mirada amenazante de los empleados del supermercado por comprar un pack de papel higiénico. Como me acordaba de mi padre que siempre llevaba unas hojas de periódico por si acaso. Tuvimos que dejarnos greñas porque las peluquerías estaban cerradas, prescindir del gimnasio. Hubo, incluso, quien se quejó de que ya no podía tomar gintonics porque la ginebra no llegaba,

Con Filomena, aprendimos la incomodidad de acumular la basura en casa durante una semana. Hay que ver cuánto desecho acumulamos. Supimos que las bolsas de basura que dejábamos en la calle por la noche no desaparecen por arte de magia por las mañanas. Nos pasaba como a los niños que se maravillan de que las camas de los hoteles que dejamos desechas aparezcan impolutas cuando volvemos como si un hada hubiera ejercido su magia. 

Y ahora, por Putin, por la guerra, por el problema de la energía, por los indómitos camioneros o por la inacción del gobierno –ya no sabemos a quién culpar-, volvemos a enfrentarnos al desabastecimiento. Llegan noticias sobre toneladas de pescado echadas a perder y de fábricas que dejan de producir. Nos inundan con imágenes de estanterías de  supermercado vacías, como en Cuba o en la Rusia soviética.

Y, lo peor de todo, estamos sin leche ¿Y cuándo se acabe la leche, qué vamos a hacer? ¿Cómo vamos a tomar los cereales?, preguntan los hijos alarmados ya no solo ante la carencia de alimento tan esencial, sino solo con la posibilidad de tener que racionarlo. Uno les contesta de broma: pues habrá que buscar una vaca. Y en el fondo se alegra de que así sea. Se alegra de que nuestros hijos sepan lo que es racionar, carecer, sacrificarse. Que incluso pasen hambre, solo un poquito de hambre, para que conozcan una sensación tan necesaria para enfrentarse a la vida.

No es popular decirlo, pero a esta sociedad de la opulencia, de la abundancia, del derroche, le hacía falta un toque de atención, un recordatorio. No siempre ha sido así. No siempre ha habido de sobra y no tiene por qué haberlo en el futuro. Este mundo que creíamos infalible es mucho más fráfgil de lo que parece. Una guerra, una pandemia, una nevada y hasta un buque encallado pueden echar por tierra lo que pomposamente llamamos estado de bienestar.

(Artículo publicado en La Nueva España el 31 de marzo de 2022)

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Emociones peligrosas

Elvira Sastre y Agustín Fernández Mallo

Elvira Sastre y Agustín Fernández Mallo

JARDINES COLGANTES/ Internet y los datos que mueve dan para mucho. Y de la exposición en redes (Elvira Sastre) a los nuevos centros de poder (James Williams) hay un paso. Y de la información a la emoción, solo medio. Hoy todo es emoción, dicen.

Juan Carlos Laviana

(Publicado en El Cultural el 18 de marzo de 2022)

Alas gentes de nuestra cultura les preocupa internet. La joven escritora Elvira Sastre tiene más de medio millón de seguidores en Instagram y 222.000 en Twitter. Pero ella lo lleva bien. “Me siento muy afortunada –confiesa a Elle–, porque veo lo que sucede en redes y el público que tengo yo es muy amable y bueno y lo ha sido siempre”. Pese a todo, añade una pequeña señal de alarma: “Antes me parece que había más libertad de expresión y era mucho más sencillo”.

Más alarmante es lo que cuenta a Marta García Aller (El Confidencial) el arquitecto alemán Niklas Maak. “Los centros de datos –dice– son los edificios más importantes del siglo XXI en términos de poder, pero están hechos para pasar inadvertidos”. Y explica por qué. “Cuando estás viendo una película o escuchando música en streaming, algo está pasando en estos centros de datos. A la nube la llamamos nube porque la invisibilidad es un truco del poder tecnológico para que no nos preguntemos qué hacen con nuestros datos”.

“Me siento muy afortunada, porque veo lo que sucede en redes y el público que tengo yo es muy amable y bueno y lo ha sido siempre”

Elvira Sastre

Jorge Freire (The Objective) lo que le preocupa es la distracción que supone internet. A propósito del libro de James Williams Clics contra la humanidad, se pregunta “de qué sirve la libertad de pensamiento o la libertad de expresión sin una libertad de atención“. La conclusión es aterradora. “La distracción constante lleva a la decisión impulsiva y al pensamiento inercial. La verdad conduce; la mentira seduce. Ducere, al fin y al cabo, es conducir; seducere, conducir por el camino que a otro le viene bien”.

Guillermo del Toro aborda el problema desde el ángulo de las emociones. “Estamos tan ocupados reaccionando todo el tiempo –cuenta a The Independent–, porque estamos asistidos por máquinas, algunas de las cuales llevamos en el bolsillo”. El director de El callejón de las almas perdidas, lo aclara. “Procesamos lo que la gente cree que es información, pero en realidad es emoción. Y no hay manera de que podamos atravesar 150 emociones en un día, al menos no hay manera sana de hacerlo”.

“Hay una polarización, basta ver las redes sociales o las noticias, parece que todo debe estar guiado por emociones extremas, de amor y de odio”

Agustín Fernández-Mallo

Y sobre las emociones insiste Agustín Fernández Mallo en La Voz de Galicia. “Hay una polarización –proclama el escritor–, basta ver las redes sociales o las noticias, parece que todo debe estar guiado por emociones extremas, de amor y de odio”.

La revisión de las obras artísticas del pasado no descansa. Nacho Vigalondo, a propósito del caso de Desayuno con diamantes, se lo contaba a Lucía M. Cabanelas (ABC). “Que pongan letreros, que pongan avisos que contextualicen la obra, pero que no la toquen. Que no la toquen porque aun participando de la impresión de que la representación del vecino japonés de Holly tenía un poso racista (…) quiero que esté en la película. Porque una película no es solamente un objeto de consumo, sino una representación de un tiempo y un lugar (…) Podemos ver películas, disfrutarlas, siendo críticos con ellas. ¿Por qué negar esa posibilidad? Una película racista y una película en la que se representa el racismo son dos cosas muy distintas. Está clarísimo”. Alaska, en una entrevista en la Cadena SER, lo deja aún más claro. “No podemos meternos ni en las letras, ni en los libros, ni en las películas de nadie. Si no te gusta, no la consumas”.

Seth, referente del cómic norteamericano, también reflexiona sobre el pasado. Lo contaba en Valencia Plaza. “Odio el mundo moderno, pero no soy tan tonto como para pensar que la década de los 50 fue maravillosa. Todos somos productos de nuestro tiempo y este es mi tiempo. Puedo reaccionar contra esta época, pero sobre todo no quiero vivir en el pasado”.

P.S. A los artistas, como a todos, la guerra les provoca desasosiego. Jaume Plensa se pregunta en ABC qué puede hacer la cultura ante “tragedias” como esta. “Creo que esta exposición [la que acaba de inaugurar en el Museo de Arte Contemporáneo de Cèret] es un buen homenaje a todos los rostros que estamos viendo en la prensa, en fotografías dramáticas de mujeres y niños que se van al exilio y hombres que han decidido quedarse a defender su patria, su casa, su pequeño lugar (…) Creo que es el mejor homenaje que podemos hacer en estos momentos a esta guerra estúpida que está sucediendo en Ucrania”.

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Ensimismados con la autoficción

Eva Serrano (Foto: Círculo de Tiza) y Peter Handke (B. Moya / Anaya)

Eva Serrano (Foto: Círculo de Tiza) y Peter Handke (B. Moya / Anaya)

JARDINES COLGANTES/ Ya sabemos que los selfies literarios son tendencia desde hace tiempo. Ahora bien, ¿afecta el género de quién lo escribe? ¿Es de exhibicionista escribir sobre uno mismo o es la naturaleza del presente? ¿La novela es el pasado?

Juan Carlos Laviana

(Publicado el 1 abril de 2022 en El Cultural)

“Qué tentadora es la autoficción en este mundo en el que los teléfonos tienen cámara delantera porque lo que más nos interesa fotografiar es nuestro propio rostro”. Esto escribía hace unas semanas en El País la columnista y escritora Jimina Sabadú. “Hay ya más de una generación que no conoce más orografía que la de su cara”, añadía. Tal vez por eso mismo no hay entrevista con un autor en la que no se hable de autoficción.

En opinión de Lucía Lijtmaer (S Moda), el asunto afecta especialmente a las escritoras. “Parece ser que las mujeres cuando escribimos solo hablamos de nosotras mismas. (…) cuando es Sylvia Plath dicen que es autoficción y cuando es Philip Roth es ficción”.

“La pura ficción, la novela, empieza a ser un género del siglo pasado”

Eva Soriano

Juan Pablo Villalobos confiesa en Cool que ya lleva “más de 20 años consciente de que hay algo llamado autoficción”. Pero a él le “interesa más desde un punto de vista paródico”. El autor de Peluquerías y letras, en la que retrata su intimidad familiar, explica que la idea de poner su nombre al protagonista “tiene que ver con cuestionar mi lugar y el del escritor establecido”, porque “creo que es muy perjudicial para uno mismo creerse un gran escritor”.

Tal vez tenga razón el editor y crítico Andreu Jaume cuando le cuenta a Daniel Capó en The Objective que “vivimos en una época de tremenda exhibición sentimental, sexual, emocional y psicológica (…) Todo el mundo exhibe y vende lo que vive y hace. Y al mismo tiempo la noción de experiencia se ha degradado e industrializado de una forma atroz”.

Quien sabe mucho de autoficción es Peter Handke. Entrevistado en El País por Marc Bassets, revela que “siempre he sentido horror por la autobiografía pura y dura, tiene que haber un desvío”. Rememora una historia de su tío, que harto del seminario, se escapó y anduvo 40 kilómetros para llegar a casa. La reacción de la madre de Handke al ver llegar a su hermano, fue ponerse a barrer a las cuatro de la mañana, “Un gran pequeño relato como este –explica el Premio Nobel– se transforma para quien lo escucha. Suavemente la ficción se instala sin planificación. La literatura es esto”.

“El maestro de todo eso es Kafka”, según Luis Landero (La Vanguardia). “Es el que nos ha enseñado a todos hasta qué punto las minucias cotidianas pueden convertirse en pesadillas y marcar nuestra condición existencial, hasta qué punto somos ridículos”.

El de los géneros es un debate inagotable. La editora de Círculo de Tiza, Eva Serrano, considera en Vanity Fair que “estamos en un mundo muy heterodoxo, ya no hay diferencia de géneros literarios, ni tampoco de sexos (…) Creo que el paradigma ha cambiado en el sentido de que la pura ficción, la novela, empieza a ser un género del siglo pasado. Ahora los géneros son más mestizos. Los libros aspiran a contar distintas realidades en las que el lector se vea reconocido”.

“Siempre he sentido horror por la autobiografía pura y dura»

Peter Handke

La escritura también conlleva problemas más domésticos. Es lo que le ocurre a Teresa Cardona, que escribe a cuatro manos con Eric Damien. Cuenta su técnica en Todo Literatura. “Primero planteamos la trama y la historia que vamos a contar, luego Eric la escribe en francés, me lo pasa a mí y corrijo y añado lo que estimo oportuno. Se lo vuelvo a pasar a él y lo pule. Aunque escribo en francés, él domina el idioma mucho mejor que yo; me lo vuelve a pasar y yo rehago lo que haga falta”. Eso sí, reconoce que “escribo mucho más rápido yo sola”.

P.S. Semanas después, la gala de los Goya sigue dando que hablar. Dani de la Torre, director de la ceremonia, explicaba en La Voz de Galicia uno de los instantes más comentados. “Me pareció un momento berlanguiano eso de ‘levantaos todos, que no tenéis ni idea’, ¡ja, ja! Lo venía comentando con Tosar en el tren de vuelta y decía: ‘Coño, es que si nos levantamos con Cate, ¿qué hacemos con Pepe [Sacristán], subirnos a la butaca?’. Y tampoco iban a estar 15 minutos. Imagínate yo, que controlo los tiempos. ¿Qué iba a hacer, echar a Almodóvar del escenario? A ver quién lo echa, ¡yo no lo voy a hacer, ya te lo digo! Ja, ja”.

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Contenidos personalizados

«¿Cuál es el proyecto intelectual detrás de Twitter, Facebook, Netflix o HBO? Me atrevo a aventurar que vender su inmenso poder al mejor postor»

Juan Carlos Laviana
«¿Cuál es el proyecto intelectual detrás de Twitter, Facebook, Netflix o HBO? Me atrevo a aventurar que vender su

(Artículo publicado el 22 de marzo de 2022 en The Objective)

Contenidos personalizados

A los gurús de los nuevos medios se les cae de la boca eso que llaman periodismo personalizado. Algo así como la información a la carta. Como si un periodista fuera un personal shopper. Uno puede permitir que le elijan la ropa o, incluso, que le sorprendan con un menú degustación, dejándose asesorar por un maître de confianza. Pero en ningún caso puede dejar que le personalicen la información. Uno puede ir vestido como un zarrio o incluso fiarse del gusto de un chef. Pero la información, el alimento de la razón y del espíritu, es algo demasiado personal para dejarla en otras manos.

A mí, periodismo personalizado me suena a esos dossier de prensa que los jefes de gabinete preparan de forma exquisita cada mañana para sus jefes, con el cariño de quien sirve el desayuno en la cama. Entiendo que políticos y empresarios prefieran librarse de tan ingrata tarea, y dedicar su precioso y escaso tiempo a sus propios cometidos, sin duda de gran trascendencia y mayor lucro. Incluso que dispongan de un auxiliar que les seleccione las noticias que necesitan, al igual que les depositan a los niños en el colegio, les llevan las camisas al tinte o les eligen las corbatas.

Bajo el engaño de que internet nos ofrece una libertad sin límites para elegir la forma en que deseamos estar informados, nos encontramos continuamente con informaciones que nosotros no hemos elegido. Una máquina –el algoritmo- elige por nosotros lo que nos interesa. Lo que cree que nos interesa, basándose «en nuestra actividad reciente», nos advierte.

Y no es verdad. Ni Twitter ni Facebook dan las informaciones que le interesan al lector. Dan la información que le interesa a su negocio, sea con intención comercial –lo cual sería tolerable-, pero sobre todo ideológica, lo que transgrede los sagrados límites del derecho personal a la información. Asistimos a una dejadez de funciones que las plataformas aprovechan para dirigir nuestra forma de pensar. No nos ordenan la sucesión de mensajes, ni siquiera con un aséptico criterio cronológico –que podría tener algún sentido-, sino a través de sutiles indicaciones.

Bajo lemas como «tal vez te guste», «a tu amigo fulanito le ha interesado esto», «qué está pasando» o «a quién seguir», el algoritmo ofrece una serie de informaciones que nosotros no hemos elegido y que quieren hacernos creer que nos interesan. Nada más lejos de la realidad. Las propias plataformas de streaming, en cuanto detectan que tienes la menor duda sobre qué ver, inmediatamente te ofrecen la posibilidad  de que ellas elijan por ti. «¿No sabes qué ver?», nos preguntan. Y de inmediato te ofrecen una terrorífica posibilidad: «Reproducir algo». La pérdida absoluta de la voluntad.

Se dirá que siempre ha sido así. Que los vetustos periódicos de papel seleccionaban, editaban y nos ofrecían las noticias que ellos consideraban que más nos interesaban. Es cierto, históricamente ha hecho falta un intermediario entre los hechos y el lector. El mensajero. Y ese mensajero, a veces en forma de cabecera, tenía tras de sí un proyecto intelectual. La diferencia es que si lo que nos ofrecía no nos convencía, cambiábamos de mensajero. Pero esa posibilidad cada vez es menor. La pluralidad es un concepto en retirada, en peligro de extinción. 

¿Cuál es el proyecto intelectual detrás de Twitter, Facebook, Netflix o HBO? ¿Alguien lo sabe? Me atrevo a aventurar que vender su inmenso poder al mejor postor. ¿Qué hizo Cambridge Analytica con el Brexit? ¿Por qué las redes fueron un instrumento al servicio de Trump y después le cerraron la cuenta al mismísimo presidente de los Estados Unidos?  ¿Por qué Rusia, en un momento determinado, utilizaba alegremente las redes para desestabilizar Occidente? ¿Y por qué ahora Meta de repente modifica sus criterios para permitir mensajes de odio contra Moscú en Facebook, Whatsapp e Instagram? ¿Las normas están para adecuarlas en cada momento a los intereses cambiantes?

El problema se agudiza ante los grandes acontecimientos. Ante las demandas masivas de información, ya sea por motivo de una pandemia o de una guerra. En la invasión de Ucrania, todos los problemas relativos a la información se han disparado. Al producirse un apagón informativo –en Kiev está prohibido tomar imágenes que puedan dar pistas al enemigo: en Moscú, ni siquiera se permiten las redes sociales ni la prensa crítica-, nos encontramos con un campo abonado para informaciones falsas y rumores interesados.  Las plataformas lo aprovechan para dar rienda suelta a esa información personalizada: una columna de cincuenta kilómetros de tanques se esfuma misteriosamente, un francotirador que derriba blancos a tres kilómetros de distancia pasa de ser noticia de primera página a desaparecer, el llamado «Apocalipsis de Mariupol» no cuenta con ningún testimonio gráfico…

Arcadi Espada lo ha bautizado como un «inacabable TikTok», una sucesión de imágenes –verdaderas y falsas- ofrecidas en bruto sin la menor explicación. Eso es lo que nos ofrecen esos nuevos medios informativos que presumen de facilitarnos información personalizada. Una información que no satisface la necesidad de noticias, sino que nos sirve en bandeja no la información tal y como es, sino como nos gustaría que fuese.

Por favor, que nadie me personalice las noticias. Prefiero vivir en la ignorancia, pero, eso sí, elegida por mí.

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La Rusia de Berlanga

Más allá del Negrón/ El destino hace coincidir la invasión de Ucrania con la publicación del guión de “¡Viva Rusia!”

Juan Carlos Laviana

Por un extraño azar llega a las librerías, en pleno ambiente bélico, el guión de la última comedia de la serie nacional de Luis García Berlanga. Fue escrito, además de por el propio director, por  Rafael Azcona, Manuel Hidalgo y Jorge Berlanga. La acción transcurre en los primeros años noventa, el muro acababa de despedazarse, la vieja Unión Soviética se desmoronaba, un horizonte de libertad se abría para un pueblo ancestralmente condenado a la miseria y a vivir bajo la bota de los tiranos.

Rusia, en el imaginario de una determinada generación nacida durante la Guerra Fría, fue un referente, casi una obsesión, un arcano, “el acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”, que tan bien definió Churchill. Nos parecía extraordinario que el lugar donde nacimos fuera conocido como “la pequeña Rusia”. Tardamos mucho en saber que se conocía así aquella aldea industrial, empotrada entre dos montañas, en el angosto espacio que dejaban un riachuelo, una carretera y un ferrocarril, porque en ella se concentraba el mayor número de rojos por metro cuadrado. Nos parecía normal que los vecinos musitaran aquel nombre tan mágico y cosmopolita para denominar el más prosaico y humilde topónimo de La Hueria de Carrocera. Lo único que sabíamos entonces de Rusia era por las alusiones en el No-Do al oro de Moscú.

Cuando crecimos, Rusia pasó a ser las grandes estepas que recorría nuestro admirado héroe Miguel Strogoff, el correo del zar;  el río contra el que luchaban en condiciones inhumanas los forzudos bateleros del Volga; el San Petersburgo  donde se atormentaba Rodión Románovich Raskólnikov,  el angustiado asesino de “Crimen y Castigo”; aquella plácida villa campestre del Estudio 1, en la que el imponente y jovencísimo José Bódalo,  TíoVania, trataba de desentrañar los misterios de la familia; la tundra por la que se deslizaba el trineo del  Doctor Zhivago mientras sonaba la cautivadora balalaika.

Después, Iñigo nos metió en casa a Solzhenitsyn para informarnos de los tormentos de los gulags soviéticos. Levantada la censura, compartían cartelera los grandes clásicos del cine ruso –“El acorazado Potemkin”, “Alexandre Nevski”, “Octubre”…- con las parodias de “Amanecer rojo”,  “Que vienen los rusos” o “Uno, dos, tres”. Y, así, en un paso precipitado, nos plantamos en la Glasnot y la Perestroika.

Y en otra ironía del destino, muy propia de Berlanga, descubrimos que el director quiso enviarnos a la posteridad, bien guardado en una caja fuerte del Instituto Cervantes, el guion inédito de su película “¡Viva Rusia!”. Para que lo leyéramos ahora, precisamente ahora, que no se habla de otra cosa más que de Rusia. Pero, ojo, la continuación  de la llamada trilogía nacional no es una película sobre Rusia. Es una película sobre la España del pelotazo que ve en Rusia una posibilidad de negocio, de explotación, de emocionantes y exóticas aventuras.  Los Leguineche, disuadidos ya de la posibilidad de beneficiarse de la nueva corte de la monarquía española, ven en unos supuestos herederos de los Romanov –sin saber que fueron ejecutados al completo hasta no dejar una gota de su sangre para el futuro- una oportunidad única de formar parte de la corte de los nuevos zares que volverían al trono tras 74 años de comunismo.

Rusia no era un país ajeno al propio Berlanga .Fue uno de los 50.000 españoles que formaron parte de la División Azul –otro referente de la mitología del franquismo- enviados a combatir a los soviéticos. El joven Berlanga, con sólo 20 años, decidió alistarse no para salvar al mundo del diablo rojo, sino para hacer méritos que permitieran la liberación de  su padre, preso por militar en un partido liberal republicano, y a la vez para alimentar sus ansias de aventura en una España que no ofrecía muchos alicientes.

Resulta imposible leer hoy el guion de “¡Viva Rusia!” sin apartar de la mente  las atrocidades de Putin, la miseria en la que ha sumido a su pueblo, el expansionismo nacionalista, la atrocidad de otra guerra y, sobre todo, aquella pequeña ventana de libertad e ilusión en el futuro que, en los primeros años noventa, despertó tanto la codicia de los Leguineche como la esperanza de un futuro en democracia y en paz, tantas veces negada al pueblo ruso. ¿Dónde quedaron aquellas hermosas y estimulantes palabras? Glasnot (transparencia), Perestroika (Reforma).

(Artículo publicado en La Nueva España el 24 de marzo de 2022)

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Epidemia de victimismo 

Más allá del Negrón/ Si todos nos creemos víctimas, arrebatamos su condición a los verdaderos damnificados

Juan Carlos Laviana

La palabra víctima ha perdido su significado real. Se ha vaciado de contenido. Se ha puesto tan barato el precio de ser víctima, que cualquiera se considera víctima de algo o de alguien. Por los más nimios motivos.

Los medios de comunicación nos creemos víctimas de la clase política. Los políticos se consideran víctimas de los medios. El diputado que se equivocó al votar a favor de la Reforma Laboral se considera víctima de la tecnología o de una conspiración. La vicepresidenta del Gobierno es víctima de jornadas interminables –“me acosté muy tarde el jueves, me levanté muy temprano el viernes y hoy sigo trabajando”- y de la imposibilidad de conciliación.  

El pequeño empresario se considera víctima de la subida del salario mínimo, porque le obligará a elevar el sueldo o a despedir a alguno de sus empleados.  Y la empleada del hogar se considera víctima del patrón, porque la subida de ese salario acabará en una reducción de horas, cuando no en el despido, porque su sueldo no se ajusta al presupuesto familiar.

La pasada semana dieron mucho que hablar dos denuncias públicas. Una chica aseguraba que se sentía víctima de un camarero que, cuando le pidió que le trajera el datáfono, osó responderle: “¿te gusta que venga a verte?”. Otra joven se sentía víctima de la educación patriarcal cuando dos niñas, al verla quitarse el casco de la moto, exclamaron sorprendidas: “Anda, es una chica”.

La serie de éxito “This is Us”, muy pegada a la actualidad, muestra todo un catálogo de las nuevas víctimas. Tres hermanos ofrecen una muestra de lo que algunos llaman “personas de piel fina”. El primero, un concejal negro, triunfador, se considera víctima por haber sido adoptado por una familia blanca, después de que sus padres toxicómanos le abandonaran.  Lo acogió y le protegió tanto que le dio una vida que para sí quisiera cualquiera. Sin embargo, le hizo infeliz al convertirlo en un Tío Tom y no permitirle desarrollar la personalidad propia de su raza.

La segunda hermana se ve obligada a trabajar porque su marido está en paro, deprimido, y se siente víctima al no poder explicar a su pareja las satisfacciones que le da su empleo, porque eso le haría sentirse mal. Él, a su vez,  se considera una víctima porque se siente un mantenido.

Y el tercer hermano, un actor de éxito, se considera víctima porque, pese a su situación desahogada, su familia necesitada no se deja ayudar. A su vez, su familia se considera víctima porque  considera el ofrecimiento una afrenta para su orgullo.

Cualquiera diría que no pudiéramos vivir sin considerarnos víctimas de algo o de alguien. No hay verdugos suficientes para tantas víctimas. Predomina un fariseísmo que convierte en héroes a quienes simplemente se enfrentan a los contratiempos de la vida. La heroicidad también sale barata.

El diccionario define a la víctima como “la persona o animal sacrificado o destinado al sacrificio”. Pero el sacrificio –no le quitemos valor- no es un simple contratiempo, es algo mucho más valioso. Tenemos que descender en las acepciones del diccionario hasta llegar a la locución coloquial “hacerse la víctima”: “Quejarse excesivamente buscando la compasión de los demás”.

Hemos colocado muy bajo el listón. Si todos somos víctimas, arrebatamos a las verdaderas víctimas (de ETA, de la pobreza extrema, de las enfermedades severas…) el merecido derecho a  serlo.

Ya no sabemos si somos una sociedad de víctimas o de verdugos. Porque, para haber tantas víctimas, tiene que haber muchos verdugos. Probablemente sólo somos víctimas de un mundo muy blando, demasiado condescendiente, en la que ser martirizado, herido, dañado, accidentado, lesionado, damnificado, inmolado, sacrificado o perjudicado está al alcance de cualquiera.

(Artículo publicado en La Nueva España el 17 de febrero de 2022)

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El dilema de la posteridad

JARDINES COLGANTES/ La historia no es imparcial. La posteridad tampoco, al menos eso parece al leer las noticias que han puesto de actualidad a Pío Baroja. ¿Qué escritores la lograrán? Como dice Fernández-Mallo: el éxito aún no está probado.

Juan Carlos Laviana

(Publicado en El Cultural el 11 de marzo de 2022)

Un asunto al que se le da muchas vueltas es el de la posteridad. No es el caso de Rodrigo Fresán (cxtx), que lo tiene muy claro. “Pero ¿qué escritor piensa en la perduración de su obra? Que les vaya bonito (…) Me parece algo tremendo pensar en esto. Mi idea de posteridad es llegar a final de mes y pagar todas las cuentas. (…) Hay escritores que leen y que son los que están preocupados por la posteridad y hay lectores que escriben, que están preocupados por cómo se enfrentarán al capítulo siguiente, que es la verdadera posteridad de todo escritor”.

Con el paso del tiempo, se ve todo muy distinto. Fotogramas, dirigida hoy por Julieta Martialay, ya no ve El Padrino de Coppola como cuando se estrenó. “Confesamos sentirnos profundamente conmocionados (y decepcionados) –se puede leer en su página web– por las tres estrellas concedidas hace 50 años a la obra maestra de Coppola y rezamos al Dios de las naranjas y los cannoli para no recibir una cabeza de caballo con nocturnidad, alevosía y fría venganza”.

“Si muestras una visión edulcorada y simplificada de la historia de España, es más fácil que te hagan académico y que te den premios y medallas”

José Álvarez Junco

El eterno debate sobre la historia no conoce descanso. “¿Existe un historiador imparcial?”, pregunta Enric González (Babelia) a Henry Kamen. “Yo no lo soy y no he conocido ninguno”, contesta el hispanista. “El historiador selecciona e interpreta, y ahí pesan las preferencias personales y la posición ideológica”, explica. Unas líneas más abajo, su colega José Álvarez Junco es más contundente aún: “Si muestras una visión edulcorada y simplificada de la historia de España, es más fácil que te hagan académico y que te den premios y medallas (…) Pero si quieres ir a favor o en contra de algo o defender una causa, más te vale que te olvides de la historia y que te hagas abogado.”

Figura imprescindible de la historia más reciente es Carmen Balcells. La Vanguardia avanzaba un extracto de la biografía de Carme Riera sobre el aspecto más bon vivant de la agente. Así se manejaba en los restaurantes, donde convidaba a sus autores no siempre bien alimentados. “Preguntó al entrar si tenían angulas –escribe Riera–, le dijeron que sí. ‘Pues tráiganlas todas, exigió, más que pidió, al estupefacto metre, que la miró con ojos compungidos, yo creo que pensando en lo que aquello costaría…”. El juicio sobre Ballcels, como de todas las figuras grandes, depende de quién lo emita. Riera se lo aclara a Juan Cruz (El Periódico). “Merece la beatificación y la santificación por parte de los autores”. Pero, aclara, “hay otros aspectos por los que, según los editores, ella no merece la beatificación, pero como yo no soy editora, sino escritora…”.

Agustín Fernández-Mallo (El País) tal vez haya dado con la clave de esa disparidad de intereses entre el autor y el editor. “Los editores –sostiene– siempre quieren un éxito comprobado y los escritores justo lo contrario: un éxito que aún no está probado”.

El papel de la mujer en el mundo actual es objeto de continua reflexión. Sobre ello habla Virginia Feito (Vogue). “Si te fijas, últimamente, aunque la mujer sea una persona difícil, porque beba o sea borde o lo que sea, al final a ella siempre la quieres porque en el fondo es una persona excepcional, salva al pueblo, rescata al niño del pozo. Y siempre sus defectos son culpa de un hombre (…) Para mí el verdadero feminismo es asumir que no todas ni todo el tiempo tenemos que ser la leche. El feminismo es recordar que somos humanas y, por tanto, podemos tener defectos. Y no pasa nada”.

“Para mí el verdadero feminismo es asumir que no todas ni todo

el tiempo tenemos que ser la leche”.

Virginia Feito

La novelista Eva Baltasar (El Nacional.cat) abunda en el asunto. “Yo en ningún momento he hecho tres novelas sobre tres mujeres perfectas y feministas”. Se pregunta: “¿por qué determinada cosa tiene que ser masculina y por qué otra femenina?” Y aclara cómo solucionarlo: “Intento hacer este cruce entre las dos”.

P.S. Volvemos a la historia. Karmelo C. Iribarren utiliza el estilo fe de errores y corrige la noticia que ha puesto a Pío Baroja de actualidad. Así se expresa en Twitter. “‘San Sebastián le niega la Medalla de Oro de la ciudad a Pío Baroja’. Donde dice San Sebastián, debe decir el Ayuntamiento, y no al completo. En cualquier caso, Baroja tiene la medalla de los lectores, que es la importante. Ahí no llega el Ayuntamiento”.

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La pérdida de de la inocencia

Más allá del Negrón/ ¿Por qué la invasión de Ucrania sorprende a Occidente desprevenido?

(Artículo publicado en La Nueva España el 10 de marzo de 2022)

Juan Carlos Laviana

Los griegos sostenían, según he leído en algún sitio, que se necesitaba una guerra al menos cada 20 años con el fin de que ninguna generación se quedara sin saber lo que es. Teniendo en cuenta que la esperanza de vida ha aumentado notablemente -entonces debía de rondar los 30 o 35 años-, hoy deberíamos concluir que necesitamos una guerra cada, más o menos, 80 años para aprender lo que es y cómo afrontarla.

Hasta ahora sabíamos de las guerras por los libros de historia, los documentales o, en el mejor de los casos, por las crónicas procedentes de lugares remotos. La última vez que una guerra puso en alerta al mundo entero fue hace ya 77 años y acabó con  la explosión de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.

La guerra de esta generación, y de varias anteriores, ya está aquí. Y, como era de esperar, nos ha pillado desprevenidos. Con la guardia baja. Con la falsa creencia de que eso no nos puede pasar a nosotros. Con los estómagos llenos. Con una sobredosis de ingenuidad impropia de seres adultos. Hasta resulta naif la candidez de la consigna del “No a la guerra”. Como la pataleta de un niño que se enroca en el no quiero

Claro que no a la guerra. Faltaría más. Y no a las enfermedades, y no a los asesinatos, y no a los desastres naturales. De acuerdo, no ¿y qué más? ¿Y ahora qué hacemos? El dos no se pelean si uno no quiere del patio de colegio ya no sirve. Porque uno, Putin, quiere y le da lo mismo lo que quieran los demás. A los ucranianos –y, por ende, a todos nosotros- ya sólo les queda o renunciar a su forma de vida y someterse al tirano o intentar detenerlo con todos los medios a su alcance.

Se dice que Putin ha conseguido el milagro de poner de acuerdo a todo Occidente, despertarnos a todos de nuestro sueño, de la molicie de estos alegres y confiados años 20 del siglo XXI. Ha tenido que movilizar a un millón de soldados, miles de tanques, cientos de bombarderos, incluso amenazar con la guerra atómica, para sacarnos de nuestro confort.

Hay quien piensa que esta generación ya ha sido suficientemente castigada. Es cierto que las sucesivas crisis económicas y la devastadora pandemia ya han supuesto una señal de alarma. Nos han enfrentado a la pérdida de buena parte de la calidad de vida o nos han quitado de la cabeza esa suficiencia de sentirnos invulnerables. Creíamos que ya nada más podía pasar, y sí, aún puede sumarse algo más al desastre: la guerra.

Hay una teoría llamada de los dolores encadenados. Consiste en que cuando nos enfrentamos a un dolor superior, nos olvidamos del que nos venía martirizando hasta entonces. No es que desaparezca, sino que igual que una voz más alta acalla otra más baja, un dolor más agudo ahoga a otro no tan intenso. Esto nos ha pasado con la pandemia. Ahí sigue, pero ha sido amordazada por la guerra. El pasado fin de semana me entretuve buscando en un periódico una noticia sobre el Covid. Por más que busqué, no la encontré. No había ninguna.

Alegamos que nuestros jóvenes son demasiado blandos para enfrentarse a una desgracia. Que no resisten los contratiempos. Que han sido educados para un mundo idílico –no necesariamente feliz- con muy pocos problemas básicos por resolver. Estamos ante una generación blanda, sí, que sucede a otra un poco menos blanda, una vez que han ido desapareciendo las generaciones que se vieron obligadas a pelear. Con la excusa de protegerlos, los hemos dejado a la intemperie. No supimos advertirles de los riesgos de este mundo.

Tal vez tuvieran razón los griegos y una nueva guerra fuera necesaria para que las nuevas generaciones aprendan a sobrevivir, y a defenderse,  en un mundo lleno de impredecibles amenazas.

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Iba yo al banco

Más allá del Negrón/ El nuevo mundo virtual nos arrebata cada vez más motivos para salir de casa

Juan Carlos Laviana

(Artículo publicado en La Nueva España el 24 de febrero de 2022)

Iba yo a comprar el pan se convirtió en una de las frases emblemáticas del columnismo de la transición. Mejor dicho, Umbral la convirtió en alegoría al utilizarla para arrancar sus artículos. “Se debe a que las tardes las dedico a hacer recados”, explicaba el autor en 1976 durante la presentación en una panadería del libro que recogía sus columnas del “Diario de un snob” que publicaba en “El País”.   “Allí es donde me encuentro con los personajes que me da la gana”, añadía.  Esos personajes eran desde los políticos del momento o las figuras de la jet hasta el quiosquero –presente en la presentación, por cierto- o el bancario que le atendía en la sucursal.

Ese era el mundo de ayer. Un mundo en el que la mayoría de los españoles, de izquierdas y de derechas, compartíamos la rutina de hacer recados. Donde nos encontrábamos a diario con los vecinos con los que debatíamos, cara a cara, los asuntos de la actualidad mezclados con nuestras propias preocupaciones particulares.

Ya no vamos a comprar el pan, ni a por el periódico, ni si quiera al banco a ver cómo va lo nuestro,  nuestros ahorros o nuestras deudas. Ni siquiera vamos al cine, otra de las actividades cotidianas de entonces. Incluso cada vez vamos menos al trabajo. Cada vez nos quitan más excusas para salir justo cuando más necesitamos salir.

El pan ya no es una necesidad diaria;  siempre hay pan de molde en casa. El periódico nos lo traen al móvil. El cine nos lo han puesto a domicilio. Y hasta el trabajo, donde no solo trabajamos, sino que también socializamos, nos manda a casa. Y, por si todo ello fuera poca cosa, el banco nos ha cerrado sus puertas.

Iba yo al banco el otro día y me lo encontré chapado. Literalmente chapado. Unas enormes chapas cubrían lo que antes era una fachada de colorines fosforescentes. No quedaba ni rastro de lo que aquello había sido solo un día antes, ni los cajeros exteriores, ni una triste nota informando de la oficina más próxima. Fui a unas manzanas en busca del cajero de otra sucursal y lo mismo. Chapado a cal y canto.

Me culpé a mí mismo por no verlo venir y ser más previsor. Ya en su momento me lo advirtieron cuando fui a cambiar la calderilla acumulada por billetes o monedas de euro, costumbre muy trasnochada, lo sé.  El bancario, muy irritado –cosa disculpable, porque seguramente sabía que iba a ser víctima de un ERE- me instó a que me olvidara de esas minucias. Los bancos ya no iban a estar para eso.

Me culpé por no verlo venir cuando intenté cambiar la domiciliación de mi cuenta  y me fui a la oficina más próxima a realizar la gestión. No, me dijeron, Hay ciertas gestiones que han de ser presenciales. Tiene  usted que ir a la oficina donde abrió la cuenta.  ¿Y si la hubiera abierto en, por ejemplo, Gijón, ¿tendría que ir a 500 kilómetros a hacer la gestión? Efectivamente, me contestaron secamente. Por fortuna, la había abierto en mi antiguo barrio, a solo media hora de mi actual casa. Fui y, se veía venir, estaba chapada. Desistí. El día que lo necesite de verdad ya veremos.

No fueron señales suficientes. Tuve que quedarme sin un euro para desesperarme buscando un cajero –mi banco solo admite los propios-. Recorrí el barrio de cabo a rabo, porque el mapa digital que ofrece en su página web no está actualizado aún y señala las oficinas cerradas años ha. Encontré el cajero, claro, la necesidad obliga. Una oficina lujosa llamada pomposamente la Caixa Store, con dos cajeros de última generación. Y me encontré también una respetable cola de señores de edad actualizando sus libretas –sí las libretas aún existen-, y peleándose con los cajeros como si fueran una máquina de “vending” en la que se ha quedado atascada la lata de  Coca-Cola. En suma, donde había tres oficinas, ahora hay una. Donde había seis cajeros, ahora hay dos,

Esto, en Madrid, en el céntrico barrio de Chamartín, lugar privilegiado donde los haya. No puedo imaginar lo que ocurre en la España vacía. Mira que había jurado no utilizar la expresión y no he podido evitarlo. Lo que sí está claro es que los bancos –tendrán sus razones, sin duda-   han renunciado al tradicional método empresarial de atender la demanda allí donde se produzca por el de que la demanda se adecúe a la oferta allá donde convenga al banco ofrecerla.

El caso es que ahora tendremos que arrancar nuestros artículos de otra manera. Del iba yo a comprar el pan al iba yo a mirar el móvil. Iba yo a ver el móvil y me encontré con un aviso del banco. Tras comprobar que era publicidad de un crédito en inmejorables condiciones,  encargué el pan a una empresa de recaderos. Y, mientras lo hacía, me distraje al saltar una alarma informativa: Había estallado la guerra en el PP. Y así.

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La guerra en casa

Más allá del Negrón/ Los nacidos en la segunda mitad del siglo XX nunca habíamos vivido un conflicto bélico que nos afectara tanto

(Artículo publicado en La Nueva España el 3 de marzo de 2022)

Juan Carlos Laviana

Los 3633 kilómetros  que separan Kiev de Madrid no son nada. Es como tener la guerra en casa. Nunca habíamos vivido una guerra tan cerca. Ni la fría, ni la de Vietnam, ni la de Las Malvinas, ni la de Irak, ni la de Siria, ni siquiera la de los Balcanes. Estamos acostumbrados a ver las guerras desde lejos. Con la distancia de meros espectadores. Primero seguíamos las guerras por los periódicos. Luego se empezó a hablar de la guerra de la televisión y, más tarde, de las guerras transmitidas en directo. Ahora nos enfrentamos a una guerra mucho más próxima, no sólo por la escasa distancia de los combates, sino porque internet, increíblemente, nos cala más hondo, si cabe, que la televisión.

Dependemos mucho más de internet de lo que dependíamos de la pequeña pantalla, hoy enorme comparada con la de los móviles. No es extraño que se hable la ciberguerra, a la vez que, paradójicamente, vemos escenas propias de los conflictos ancestrales: combates casi cuerpo a cuerpo, tanques arrollando cuanto encuentran en su camino, ciudadanos dispuestos a defenderse con lo primero que encuentren, cientos de miles de refugiados abandonándolo todo. Se habla de ciberataques, de la guerra de internet, que increíblemente nos afecta en lo más íntimo, tanto en la propaganda como por la extrema dependencia de la red que padecemos.

Una de las primeras medidas en esa línea ha sido la orden del Gobierno español de apagar los ordenadores de la administración.  Pedía, además, estar muy pendiente de los mensajes de correo electrónico, reducir las conexiones a internet a lo imprescindible, utilizar contraseñas seguras o, incluso, cambiarlas.

No es solo internet. En la vida cotidiana ya se empiezan a advertir señales de alarma. Los bancos están enviando a sus clientes cartas pidiendo serenidad, no desinvertir en este momento tan crítico, aguantar, no mover el dinero ante el peligro de un nuevo crack de nuestras maltrechas economías.  No sólo. La cadena de suministro se verá afectada de forma inminente. Se avecinan problemas de abastecimiento de energía que se materializarán en subidas de precios. Escasearán alimentos si la cosecha ucraniana se ve perturbada por la guerra. El transporte terrestre, marítimo y aéreo ya se está viendo afectado. Ya se ha disparado el precio de los metales, en cuya producción  Rusia y Ucrania son líderes  mundiales, y que resultan indispensables para la fabricación de productos tan cotidianos como los automóviles.

Hasta en el deporte  lo notamos. Decenas de  deportistas ucranianos juegan en nuestro país. Ya han dado muestras de su desolación  temerosos por la suerte de sus familias o incluso –como el tan próximo jugador del Sporting Vasyl Kravets-,  se han mostrado dispuestos a dejarlo todo para ir a luchar a su país. Hemos visto a baloncestistas llorando en la cancha o a los jugadores del otrora mítico Dinamo de Kiev vestidos de uniforme, preparados para el combate.

No son pocos los ucranianos que tenemos de vecinos.  Nada menos que 112.000 viven en España. Ellos nos enfrentan a su desgracia sólo dos pisos más arriba, en el bar de la esquina o el colmado en el que compramos nuestra fruta.  No se hacen notar porque son como nosotros. Lo escribía el prestigioso catedrático Emilio Lamo de Espinosa, gran analista internacional, pero que  en este caso descendía al detalle que nos toca más cerca. “¿Te imaginas estar ahora mismo fabricando en casa cócteles molotov para defenderte? Es lo que está haciendo una amiga de la familia en Kiev. Sus hermanos están en el frente. Son todos como tú y como yo”. Es fácil de imaginar, porque, efectivamente, son europeos, que han tenido la desgracia de que su país se haya visto castigado con una invasión. Es fácil de imaginar porque, aunque no nos alcancen aún ni las balas ni la tragedia de las decenas de miles de refugiados, esta guerra también es contra nosotros, contra los españoles.

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Entre predilectos y cancelados

JARDINES COLGANTES/ Almudena Grandes asistiría divertida al revuelo político-cultural que su título de hija predilecta está provocando. Nosotros, también. Y mientras cancelamos Dumbo, nos quedamos sin ver Lo que el viento se llevó o sin Hermitage

Juan Carlos Laviana

(Artículo publicado el 17 enero de 2022 en El Cultural)

Destacaba Jon Juaristi en ABC que Baroja “no es hijo predilecto de ninguna ciudad”, pese a haber vivido en muchas. Contaba que “Tierno no le hizo hijo predilecto en 1982 y Almeida no le haría hijo predilecto hoy”. ¿La razón? “España está más lejos hoy que nunca de la utopía barojiana, la de ‘un país sin frailes, sin moscas, sin carabineros’”.

La predilección o no de los hijos de una ciudad ha provocado encendidas reacciones. Y más después de estas palabras del alcalde de Madrid: “Almudena Grandes no merece ser hija predilecta de Madrid, pero ya tengo los presupuestos”.

La respuesta más contundente al regidor municipal la dio José Antonio Zarzalejos en El Confidencial: “El decoro sigue siendo una virtud pública. Y es doblemente indecoroso negar una distinción por razones ideológicas y concederla como contrapartida política”.

Antes, el viudo de la escritora, el poeta Luís García Montero, ya había explicado en una emotiva entrevista en El País que “en el ambiente de hostilidad y de tensión, se nos olvida que hay una sociedad real fuera de las redes que no está enfangada por las cosas ni enfadada con el mundo”.

En España los muertos parecen despertar más pasiones que los vivos. Tal vez por eso el columnista Cristobal Villalobos escribía en The Objective: “Si Plácido Domingo o Julio Iglesias muriesen mañana, Dios no lo quiera, en Francia serían enterrados con rango de jefes de Estado (…) Sin embargo, hoy ambos son cancelados en nuestro país, cuando no ridiculizados, al ser sometidos a un escrutinio ideológico constante”.

Ha aparecido la palabra mágica: “cancelación”. Término que, en opinión del novelista británico Hanif Kureishi deberíamos cancelar, al igual que woke. Lo explicaba en El Mundo: “Son palabras que no dicen nada, en realidad. Me preocupa que la discusión sobre estos temas ya se haya convertido en algo superficial”.

Hay opiniones para todos los gustos. La escritora Carmen Domingo recurría a una cita de Ana Iris Simón para titular su artículo en El País: “No cancela quien quiere, sino quien puede”. Y lo explicaba: “La cultura de la cancelación es más un instrumento con fines antidemocráticos que en defensa de minorías y de vulnerables”.

Los humoristas están especialmentepreocupados por el asunto. Andrés Rábago, El Roto, confesaba en El País que “todos hablamos ahora con silenciador”. Y Juan Carlos Ortega sostenía en La Razón que mejor que cancelar el humor de épocas anteriores sería poner en cuestión la época actual: “No hay utilidad en, por ejemplo, criticar a la Iglesia y a su poder cuando ya ha dejado de ser poderosa. Está más cerca del escarnio que de la justicia”.

Tampoco el cine escapa al fenómeno. El crítico Javier Ocaña proclamaba en El Periódico que “los niños no se convierten en racistas por ver Dumbo”. Y Banderas, en la revista Icon, destacaba el ejemplo de Lo que el viento se llevó: “El personaje central es una mujer con dos cojones así de gordos, en una época en la que las mujeres no tenían esos cojones. Y eso se olvida. Nos quedamos con lo de la criada negra”.

Jaume Ripoll, fundador de Filmin, Lo que el viento se llevó, le da “como mucha pereza” y confiesa que no ha conseguido acabarla. Lo cuenta en Vanity Fair, donde ofrece su opinión sobre la promoción de películas en las otras lenguas españolas: “En lugar de lamentar que hay pocas películas rodadas en catalán, celebremos y vendamos las que sí lo están. LoreakHandia o Bocas de arena, en euskera, son ejemplos de éxito. Soy de celebrar, no de imponer ni de lamentar”.

Siguiendo con Cataluña, el ministro Miquel Iceta ha recurrido a la historia para explicar el error del “no” de Ada Colau al Hermitage. Lo hacía en El Periódico: “Me acuerdo de la campaña que hizo el PSOE cuando la OTAN: ‘De entrada, no’. Pues yo creo que ante un proyecto de la envergadura del Hermitage hay quedecir: ‘De entrada, sí’. Luego ya veremos”.

P.S. Enric González ha elegido en Jot Down los diez libros que “hubiera lamentado perderme en 2021”. Entre ellos, Ya sentarás cabeza, de Ignacio Peyró: “Queda demostrado que se puede ser muy conservador, e incluso hablar bien de Pablo Casado (el de hace unos años), y mantener una mente libérrima”.

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¿Está el periodista por encima del medio?

«¿Qué marca debe predominar en un medio de comunicación? ¿La individual del periodista o la colectiva de la cabecera?»

Imagen de Taylor Lorenz en redes sociales.
Juan Carlos Laviana

(Artículo publicado en The Objective el 8 de febrero de 2022)

Taylor Lorenz se ha convertido en prototipo del nuevo periodista. El anuncio de que abandonaba la redacción del New York Times para incorporarse al Washington Post ha revolucionado la profesión en Estados Unidos. No por tratarse de un caso más de disputa por el talento de los dos grandes competidores, sino porque se pone en cuestión un modelo de ser periodista en la segunda década del siglo XXI.

La clave es por qué cambió Lorenz un periódico por otro, tratándose aparentemente de dos rotativos de características similares. Así lo explicó en una entrevista con Vanity Fair: «En el New York Times no entienden lo que hago, no se lo toman demasiado en serio». ¿Cuál es la razón de su incomprensión? Responde: «Los medios tradicionales deberían tener una perspectiva diferente y no poner siempre por delante la cabecera». Ahí está la clave. ¿Qué marca debe predominar? ¿La individual del periodista o la colectiva de la cabecera? Lorenz se justifica: «No trato de ser una youtuber, pero pienso que debe haber un equilibrio entre las dos».

Para no querer ser una youtuber, –como podría serlo aquí Ibai Llanos-, su influencia individual en la web es incuestionable. Estos son los poderes de sus cuentas personales en redes sociales: una audiencia de más de 500.000 seguidores en Tik Tok, 250.000 en Twitter y 179.000 en Instagram.

El currículum de Taylor Lorenz resulta especialmente interesante para construir un retrato robot del periodista más demandado hoy día. En Wikipedia bromea con su fecha de nacimiento: dice que nació en Nueva York «circa 1984-1987». Estudió Artes, amplió estudios en cinco universidades, incluida Harvard. Se ha especializado en información sobre el mundo digital. Desde 2011, ha trabajado para siete medios diferentes, entre ellos Business InsiderThe Daily Beast y The Atlantic. Vive a caballo entre Los Ángeles, Brooklyn y Greenwich y ahora se supone que en Washington. Está comprometida desde hace siete años con un prestigioso columnista tecnológico de The Wall Street Journal. Cuando le preguntan por su vida personal, confiesa que pasa «todo el día, todos los días, en Internet».

Con su llegada al New York Times, consiguió en menos de dos años convertirse en la periodista más seguida por los jóvenes, gracias a sus reportajes sobre lo que denomina la «cultura online». Basten dos polémicos ejemplos de su trabajo. En un artículo denunció a un prominente emprendedor digital por usar lo que allí llaman la palabra r-word (retrasado) y ciertas expresiones misóginas durante un debate en internet, dando lugar a un debate que aún está vivo. Antes había publicado un muy aplaudido reportaje sobre cómo los estudiantes usan Google Docs para pasarse mensajes ocultos -¿chuletas?- sin que los profesores se apercibieran.

El caso Lorenz pone sobre la mesa cuestiones decisivas sobre el presente y el futuro de los medios que pueden ser muy interesantes también para la situación del periodismo en España.

¿Qué tiene el Washington Post que no tenga el New York Times? Lorenz ha elegido el periódico de la capital porque, según ella, entiende mejor a las nuevas generaciones. «Fue la primera cabecera que vi en TikTok y la primera que empezó a participar activamente en Reddit», ha explicado. Es decir, el Post, a diferencia del Times, sacrifica por completo sus señas de identidad como periódico en busca de nuevos lectores. El Times, en cambio, opta por el lector maduro, como demuestran sus recientes movimientos empresariales: la compra de Wordle (lo último en pasatiempos) o The Athletic (referencia en el periodismo deportivo). Ambos, nichos de lectores que superan los 30 años.

¿Por qué apostar? ¿Por mantener a los lectores envejecidos o por incorporar a las nuevas audiencias? Aunque es un diario tradicional, el Post de Jeff Bezos prefiere lanzarse a la aventura de conquistar a los jóvenes en su propio territorio, incluso renunciando a la preponderancia de su cabecera, como demuestra el fichaje de Lorenz y sus experimentos en las redes sociales. Está por ver que los jóvenes se dejen camelar por un diario tradicional que, por mucho que intente hablar su idioma, lleva en la mochila el peso de una historia de 145 años. No habría que olvidar que las audiencias de los diarios de calidad siempre han sido «una inmensa minoría», utilizando la expresión de Juan Ramón Jiménez.

¿Qué debe pesar más: la cabecera o el nombre del periodista? En España tenemos muchos ejemplos de lo que hemos llamado periódicos de autor. Se habla del Pueblo de Emilio Romero, del ABC de Anson o, en el presente, de El Español de Pedro J. No digamos ya en la radio, donde mandan las estrellas ¿La Cope, Onda Cero, Libertad digital o HerreraAlsina o Federico? El Post ha optado por primar las estrellas y la audiencia que atraen a riesgo de minimizar su cabecera. El Times prefiere el equipo, el bloque, a la estrella de las redes.

¿Periodistas de un solo medio o periodistas multicabecera? La precariedad de la profesión, la proliferación de los periodistas autónomos, ha relajado el sentido de pertenencia a un solo medio de informadores y columnistas. A diferencia de hace un par de décadas, hoy es habitual encontrar una misma firma en medios diferentes. La duda es cómo perjudica esta transversalidad a la singularidad de las cabeceras, si no acabará por diluirlas.

¿Los jóvenes solo leen a los jóvenes? Estamos obsesionados con el envejecimiento de los lectores. Dice Lorenz que su antigua casa, el Times, «es una gran organización», pero que, al igual que «las grandes empresas de medios, ha fracasado en su intento de relacionarse con el talento». Un gran dilema. ¿Contratar jóvenes que teóricamente conecten con su generación o periodistas experimentados que ofrezcan el peso que solo puede ofrecer una experiencia contrastada?

¿Fama o notoriedad? La pregunta es del prestigioso periodista y analista de medios Mauricio Cabrera, que se define a sí mismo como «terapeuta de contenidos». Analizando el caso Lorenz, cuenta en su newsletter Muffin, que «el periodista hoy, independientemente de la edad que tenga, comprende que su alcance y notoriedad es clave para ser parte de la conversación y para posicionarse como referente en un tema». Sin embargo, antes alcanzaba la notoriedad «básicamente de los trabajos que publicaba».

Es decir, que hemos invertido el orden. Primero, se alcanza la notoriedad y con ella la audiencia. Y, una vez atraído el lector por nuestra popularidad, le mostramos nuestro trabajo. El problema es que el periodista, como personaje, supere en protagonismo no solo al continente, sino al propio contenido.

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Efectos secundarios

Más allá del Negrón/ La libertad de expresión, víctima de los daños colaterales de la pandemia

Juan Carlos Laviana

La pandemia, como cada vez que la humanidad sufre un gran shock, ya sean guerras o  catástrofes naturales, ha traído consigo dañinos efectos colaterales. Ha distraído esfuerzos en la lucha contra otras enfermedades, ha provocado enormes retrasos en la atención a otros pacientes, ha dejado exhausta a la profesión médica. Hay quien asegura incluso que las medidas de contención contra el avance del virus –obligatoriedad de mascarillas, confinamientos, toques de queda, uso de datos privados,  etc.- han supuesto severos recortes de las libertades civiles.

Entre esas libertades que se están viendo perjudicadas durante la pandemia, se encuentra la libertad de expresión, Abusando del lenguaje bélico, que tanto ha proliferado en esta larga crisis sanitaria, habría que recordar la célebre sentencia del senador estadounidense Hiram Johnson a propósito de la primera guerra mundial: «La primera víctima cuando llega la guerra es la verdad». O la de Winston Churchill, a propósito de la segunda: «en tiempos de guerra la verdad es tan preciosa que debería ser protegida de las mentiras por un guardaespaldas».

Cuando la verdad se convierte en un bien tan valioso, peligra. Enseguida despierta la codicia de quienes la quieren manipular en su propio beneficio. Y la más efectiva forma de manipularla es cercenando la libertad de expresión.

La exacerbada polémica que ha conmovido en los últimos días el mundo de la música ha dado lugar a un debate especialmente interesante. La cuestión planteada llanamente es: ¿Tienen derecho los antivacunas a la libertad de expresión? O, dicho de otra manera, ¿es legítima la censura a los negacionistas? Recordemos lo sucedido.  Neil Young echó un pulso a la todopoderosa Spotify. Si la plataforma no retiraba los podcasts del influencer Joe Rogan, distinguido gurú antivacunas en el mundo anglosajón, retiraría sus canciones. El autor de “Harvest moon” perdió el envite y ha tenido que irse con su música a otra parte.

Un portavoz de la compañía ha explicado que Spotify pone un especial cuidado en guardar el equilibrio entre la seguridad de sus oyentes y la libertad de los creadores. Y que, en este caso, considera que la libertad del tal Joe Rogan  no pone en peligro la seguridad de los usuarios. No obstante, eso sí, ha puesto una advertencia de que determinado contenido puede ser controvertido. Pese a que Spotify  presume de altos conceptos éticos, lo que está detrás de todo es el negocio.  Once millones de oyentes siguen el podcast ‘The Joe Rogan Experience’ y los seguidores de Neil Young vamos siendo cada vez menos.

Pero, ¿qué atrocidades ha cometido Joe Rogan para que Youg se ponga así? Ha dicho que él no se vacuna, porque está sano y ya toma unas supervitaminas que le protegen. Ha pedido a los jóvenes que no se vacunen por el peligro de sufrir una miocarditis. Ha recomendado el tratamiento con un medicamento veterinario. Y, la gota que colmó el vaso, ha entrevistado a Robert Malone, un virólogo que ayudó en la primera fase de la investigación de las vacunas, pero que, finalmente, se ha mostrado contrario a su administración.

La verdad es que no se trata de una información ni científica, ni útil  y hasta puede que tal vez hasta sea peligrosa para la salud pública. Pero, ¿todo eso justifica que se haya de censurar? Es el momento de traer aquí la tan celebrada sentencia atribuida a Voltaire, aunque no esté escrita en ninguno de sus libros. “¡Qué abominable injusticia perseguir a un hombre  por  tan ligera bagatela! Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”. 

Sobre el papel, se debería defender, no sé si hasta la muerte, la libertad de los antivacunas, negacionistas y demás tribus a expresar libremente su opinión. O, tal vez, debiéramos priorizar la salud de la mayoría a cambio de ceder un poquito de libertad de expresión. Serio dilema. Lo que está claro es que no hay medicina, por eficaz que sea,  sin efectos adversos.

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Escritores en las redes: de la ranciedad al algoritmo

JARDINES COLGANTES/ ¿Qué hubiera sido de Kafka en la era de los likes? Los escritores y demás aludidos en las redes se mueven hoy entre el silencio (Virginia Feito) o el argumentar los insultos (Sáenz de Urturi). Lo más seguro: comprarse un ‘Ulises’

Juan Carlos Laviana

(Artículo publicado en 14 febrero de 2022 en El Cultural)

«Armas de destrucción matemática». Por fin, una definición comprensible de los algoritmos. La ofrece Roberto Saviano en El Mundo. Asegura que «Internet lo ha destruido todo» y que si «hoy Kafka publicara en las redes sociales, sus libros habrían caído en el olvido por falta de likes». Va a tener razón Kenneth Branagh cuando alerta en el mismo periódico de que «vivimos en un mundo cada vez más tribal en el que el insulto ha sustituido a la comunicación».

Igual por eso Virginia Feito prefiere usar las redes «para mirar». «Es lo típico de ‘yo controlo’ y ‘paro cuando quiera'», confiesa en Telva. «No me expongo. Miro desde la oscuridad y me asomo lo justo». Por haber ganado el Planeta han llamado a Eva García Sáenz de Urturi «golfa, tipeja, inmadura y ama de casa». No lo ha dejado pasar y ha contestado en Zenda. Es de las que cree, explica en XL Semanal, que «ahora se educa en silenciar y en no responder, es eso de ‘no alimentes al trol’. Me gustó dar una respuesta, no autocensurarme y contestar: ‘Señores, vamos a argumentar todos estos insultos'».

A ver si va a tener razón Luis Landero cuando le dice a Manuel Llorente (El Mundo) que en «España el atacar a los demás, el reírse, el burlarse produce placer. En Twitter por ejemplo. Esa mala leche que no sé si es del español o del hombre (…) algo hay en nosotros de cainitas, de afán destructivo…».

«¿Qué más dan las pompas de cualquier ayuntamiento analfabeto y ridículo? ¿Acaso ennoblecen al muerto?

Javier Marías

Más reacciones tras la muerte de Almudena GrandesJavier Marías (El País) opina que «tan irrespetuosos han sido sus detractores como sus partidarios (bueno, mucho más los primeros). Lo que no han hecho unos ni otros ha sido dejarla en paz, ni abstenerse de blandirla como arma arrojadiza». No le entusiasman los honores póstumos. «¿Qué más dan las pompas de cualquier Ayuntamiento analfabeto y ridículo? ¿Acaso ennoblecen al muerto? Desde mi punto de vista son más bien un escarnio».

Las disputas intelectuales desempolvan el término rancio. Ha sido a raíz del libro de Begoña Gómez Urzaiz Neorrancios: sobre los peligros de la nostalgia (Península). Así lo relata Juan Soto Ivars (El Confidencial): «Estos días prolifera la coletilla ‘neorrancio’ en artículos […] que tachan la nostalgia de reaccionaria y componen listas negras de sospechosos rojipardos».

«¿Neorrancio? No me insulte: Rancio a secas», contesta Ignacio Peyró en La Lectura. «Uno puede querer ser absolutamente moderno sin darse cuenta de que se ha convertido en el rancio de alguien». ¿Cómo acabarán estas disputas?: «Se hace difícil pensar que las guerras culturales vayan a tener un vencedor claro en un país donde los maoístas se despertaron neocons y la izquierda nació al calor del brasero democristiano».

Igual el problema es España. Las cosas han cambiado, según opina Eduardo Jordá en Jot Down. «España era un país muy poco ‘español’ en los años 80 y 90. Todo eso de la bandera y la tradición nos importaba un pimiento, por fortuna. Pero en cuanto empezó la tabarra de la explosión nacionalista periférica (…) hubo una reacción centrípeta…».

«En España el atacar a los demás, el reírse, el burlarse de los demás produce placer»

Luis Landero

También en Francia preocupan los debates del presente. Anne-Elisabeth Moutet escribe en UnHerd un artículo de título significativo: La muerte del intelectual francés. «¿Dónde están los sucesores de Sartre y Aron?», se pregunta. «Vergonzosas y cada vez más irrelevantes, las estrellas [intelectuales] de Francia nunca han sido más tenues», concluye.

Y de Francia llega la opinión de Sophie Marceau (Vanity Fair) sobre otro debate incandescente: la carne. «Imagine que llegara un ángel a la tierra y cayera en mitad de un matadero y viera esa masacre. ¡No es normal! Algo no funciona ahí. Parad ese sufrimiento».

Sería imperdonable olvidar este febrero el Ulises de Joyce. Cuenta La Razón que Joaquín Sabina tiene un ejemplar «muy caro» de «la edición princeps, la que realizó la Shakespeare & Company». Lo compró como inversión en la crisis de 2008. «Temiendo perder algún dinero que tenía en el banco […] decidí hacerme un regalo».

P. S. Andrés Trapiello replica a David Toscana en Letras Libres. A propósito de la presunta «ñoñez» de traducir «afeminado» por «desmayado» en su Quijote, explica al novelista mexicano, Covarrubias en ristre, que, pese a tener hoy «un significado únicamente peyorativo […], en el siglo XVI se usa afeminado por ‘suave’, ‘delicado’, ‘dulce’, matices propios de la idealización petrarquista de la mujer».

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¿Disciplinados o borregos?

Más allá del Negrón/ El comportamiento en la pandemia desbarata tópicos, generalizaciones y etiquetas

Juan Carlos Laviana

El sinsentido de la obligatoriedad del uso de mascarillas en exteriores ha puesto a prueba a los españoles. La arbitraria medida del Gobierno ha sido seguida a rajatabla por los ciudadanos, pese a que todas las informaciones alertaban de su inutilidad y el sentido común nos advertía de que no servía para nada. Basta echar un ojo a la calle para ver que la medida ha sido acatada por una abrumadora mayoría. Puede tratarse de disciplina cívica o de simple miedo. Cada uno tendría sus razones para llevarla. Pero el acatamiento lleva a una pregunta muy simple: ¿es el español un pueblo disciplinado o aborregado?

El viernes de la pasada semana, la ministra de Sanidad anunciaba el fin de la obligatoriedad. Sin embargo, la medida no entró en vigor hasta hoy, jueves. Incluso durante esos seis días su uso ha sido generalizado. Cumplimos los plazos con una precisión suiza. Cualquiera diría que fuéramos chinos o alemanes por la imagen de bienmandados que hemos dado. Incluso hoy y los días siguientes -¿hasta cuándo?- serán muchos los españoles que, pese a la libertad para no llevarla, la lleven por costumbre o por si acaso.

Comprobamos que pese a saberse con certeza que el coronavirus se transmite por el aire, nos seguimos lavando las manos con una insistencia inaudita. Bien está, por otra parte, ya que gracias a eso evitamos otras infecciones que sí se transmiten por el contacto.

No fue hasta el fin de semana pasada, gracias a la alerta del escritor Daniel Gascón en una columna,  cuando caímos en la cuenta del desproporcionado castigo que supone para los niños llevar mascarillas en interiores. Nuestros pequeños han soportado, con fortaleza espartana y obediencia ciega, la desproporcionada medida cuyos beneficios son infinitamente menores a sus perjuicios. A esos mismos niños ya se les había encerrado en casa, ya se les habían clausurado los parques infantiles. Muchos de ellos no conocen otra vida que la de las restricciones a su sociabilidad. ¿No les marcará eso de por vida?

Un día sí y otro también se publican denuncias sobre el colapso de la sanidad primaria. Es imposible conseguir citas en un tiempo razonable. Desde la ventana, contemplo como cada día, a partir de las ocho de la mañana, como decenas de personas, en su mayoría ancianos,  se agolpan en la acera convertida en sala de espera del centro de salud.  En la calle, de pie, aguardan -y aguantan resignados- su turno, sin un triste banco en el que se sentarse. Los enfermos de extrema gravedad, o crónicos, siguen dos años después viendo retrasados sus tratamientos por el llamado efecto covid, con consecuencias irreversibles en no pocos casos.

Hemos tenido que soportar desabastecimiento de mascarillas y test de antígenos cuando más los necesitábamos. Cuando por fin han llegado a las farmacias, hemos pagado, y seguimos pagando, cantidades a todas luces desorbitadas. Basta ver en las calles de París o Berlín  los puestos callejeros donde se realizan estos test de forma gratuita.

Los españoles tenemos fama de ser un pueblo díscolo, despreocupado y desobediente. De ser vagos, vividores y sesteros. Se nos acusa de pasarnos la vida en bares y terrazas,  cuando no en botellones,  más preocupados por el fútbol o la cancelación de nuestras fiestas populares que por la salud pública. Sin embargo, somos uno de los países donde más disciplinadamente hemos acatado todas las restricciones. No hay más que ver el porcentaje de vacunados. No ha habido un solo incidente de insubordinación, de manifestación violenta contra medidas a todas luces injustas. Igual es hora de desenmascarar los tópicos. Sea por miedo, por adocenamiento o por disciplina hemos cumplido con un civismo exquisito hasta las medidas más irracionales de nuestros mandatarios. Va siendo hora de que se nos haga justicia. A cada uno lo suyo.

(Artículo publicado en La Nueva España el 10 de febrero de 2022)

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Entre predilectos y cancelados

Almudena Grandes asistiría divertida al revuelo político-cultural que su título de hija predilecta está provocando. Nosotros, también. Y mientras cancelamos Dumbo, nos quedamos sin ver Lo que el viento se llevó o sin Hermitage

Juan Carlos Laviana

Destacaba Jon Juaristi en ABC que Baroja “no es hijo predilecto de ninguna ciudad”, pese a haber vivido en muchas. Contaba que “Tierno no le hizo hijo predilecto en 1982 y Almeida no le haría hijo predilecto hoy”. ¿La razón? “España está más lejos hoy que nunca de la utopía barojiana,la de ‘un país sin frailes, sin moscas, sin carabineros’”.

La predilección o no de los hijos de una ciudad ha provocado encendidas reacciones. Y más después de estas palabras del alcalde de Madrid: “Almudena Grandes no merece ser hija predilecta de Madrid, pero ya tengo los presupuestos”.

La respuesta más contundente al regidor municipal la dio José Antonio Zarzalejos en El Confidencial: “El decoro sigue siendo una virtud pública. Y es doblemente indecoroso negar una distinción por razones ideológicas y concederla como contrapartida política”.

Antes, el viudo de la escritora, el poeta Luís García Montero, ya había explicado en una emotiva entrevista en El País que “en el ambiente de hostilidad y de tensión, se nos olvida que hay una sociedad real fuera de las redes que no está enfangada por las cosas ni enfadada con el mundo”.

En España los muertos parecen despertar más pasiones que los vivos. Tal vez por eso el columnista Cristobal Villalobos escribía en The Objective: “Si Plácido Domingo o Julio Iglesias muriesen mañana, Dios no lo quiera, en Francia serían enterrados con rango de jefes de Estado (…) Sin embargo, hoy ambos son cancelados en nuestro país, cuando no ridiculizados, al ser sometidos a un escrutinio ideológico constante”.

Ha aparecido la palabra mágica: “cancelación”. Término que, en opinión del novelista británico Hanif Kureishi deberíamos cancelar, al igual que woke. Lo explicaba en El Mundo: “Son palabras que no dicen nada, en realidad. Me preocupa que la discusión sobre estos temas ya se haya convertido en algo superficial”.

Hay opiniones para todos los gustos. La escritora Carmen Domingo recurría a una cita de Ana Iris Simón para titular su artículo en El País: “No cancela quien quiere, sino quien puede”. Y lo explicaba: “La cultura de la cancelación es más un instrumento con fines antidemocráticos que en defensa de minorías y de vulnerables”.

Los humoristas están especialmentepreocupados por el asunto. Andrés Rábago, El Roto, confesaba en El País que “todos hablamos ahora con silenciador”. Y Juan Carlos Ortega sostenía en La Razón que mejor que cancelar el humor de épocas anteriores sería poner en cuestión la época actual: “No hay utilidad en, por ejemplo, criticar a la Iglesia y a su poder cuando ya ha dejado de ser poderosa. Está más cerca del escarnio que de la justicia”.

Tampoco el cine escapa al fenómeno. El crítico Javier Ocaña proclamaba en El Periódico que “los niños no se convierten en racistas por ver Dumbo”. Y Banderas, en la revista Icon, destacaba el ejemplo de Lo que el viento se llevó: “El personaje central es una mujer con dos cojones así de gordos, en una época en la que las mujeres no tenían esos cojones. Y eso se olvida. Nos quedamos con lo de la criada negra”.

Jaume Ripoll, fundador de Filmin, Lo que el viento se llevó, le da “como mucha pereza” y confiesa que no ha conseguido acabarla. Lo cuenta en Vanity Fair, donde ofrece su opinión sobre la promoción de películas en las otras lenguas españolas: “En lugar de lamentar que hay pocas películas rodadas en catalán, celebremos y vendamos las que sí lo están. LoreakHandia o Bocas de arena, en euskera, son ejemplos de éxito. Soy de celebrar, no de imponer ni de lamentar”.

Siguiendo con Cataluña, el ministro Miquel Iceta ha recurrido a la historia para explicar el error del “no” de Ada Colau al Hermitage. Lo hacía en El Periódico: “Me acuerdo de la campaña que hizo el PSOE cuando la OTAN: ‘De entrada, no’. Pues yo creo que ante un proyecto de la envergadura del Hermitage hay quedecir: ‘De entrada, sí’. Luego ya veremos”.

P.S. Enric González ha elegido en Jot Down los diez libros que “hubiera lamentado perderme en 2021”. Entre ellos, Ya sentarás cabeza, de Ignacio Peyró: “Queda demostrado que se puede ser muy conservador, e incluso hablar bien de Pablo Casado (el de hace unos años), y mantener una mente libérrima”.

(Publicado en El Cultural el 14 de enero de 2022)

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Pedro J, Ramírez, lección de director

JUAN CARLOS LAVIANA

(Artículo publicado en Zenda en 31 de diciembre de 2021)

Pedro J, Ramírez, lección de director

Foto: Pedro J. Ramírez en su despacho de ‘El Mundo’ en 1989. Junto a él, Juan Carlos Laviana, autor de este artículo, y el editor del periódico,  Alfonso de Salas. / FERNANDO MÚGICA

El primer encuentro con Pedro J. Ramírez fue en los sótanos de la Universidad de Navarra. Transcurría el año 78. Ofrecía una charla a los estudiantes de periodismo. A la cita apenas acudimos ocho personas. Algunas de esas personas acabarían siendo estrechos colaboradores suyos. Sorprendía por su juventud —25 años— y por su aspecto de niño bueno, con pinta de empollón y de no haber matado una mosca en su vida. Aún no llevaba tirantes, vestía un impoluto y muy tradicional traje gris muy oscuro, camisa lisa de color blanco y corbata de una discreción extrema para alguien de su edad.El segundo encuentro, el siguiente verano, no fue presencial. Yo hacía prácticas en Diario de Barcelona. Como chico para todo, se me había encargado grabar las crónicas telefónicas de los corresponsales. Las más importantes —aquel caluroso verano se cocinaba a ritmo vertiginoso la Constitución— eran las que enviaba el corresponsal en Madrid, Pedro J. Ramírez. Allí, azorado por el pánico a confundir las teclas de la  grabadora, recibí sus primeras órdenes de las muchas que recibiría en mi vida. Su voz firme y hierática, probablemente desde las propias Cortes o desde una cabina, apremiaba a aquel aturullado principiante: «Más rápido. ¿Estás listo? Asegúrate de que se ha grabado bien. Que la transcripción sea exacta…».«Me he permitido esta larga introducción, exponiendo mis recuerdos personales, para advertir que no soy testigo imparcial»

El siguiente encuentro fue dos años después, ya en la redacción de Diario 16, que él dirigía desde hacía dos semanas. Desde entonces, toda mi trayectoria profesional —casi cuarenta y dos años— estaría vinculada a la del director, mi único director. Me he permitido esta larga introducción, exponiendo mis recuerdos personales, para advertir que no soy testigo imparcial. Soy testigo de la defensa, juez y parte, a la hora de exponer sus lecciones de periodismo. Las enseñanzas están extraídas de su nuevo libro, Palabra de director (Planeta), en el que rememora las peripecias de su carrera hasta 2006, peripecias que, en cierto modo, también son las mías, al haberlas vivido a solo unos metros, muchas veces centímetros, de distancia.

Una forma de vida

Se ha escrito mucho sobre las revelaciones políticas de sus memorias. Poco, muy poco, sobre el Ramírez periodista. Escudriñando en el libro y en las entrevistas a propósito de su publicación, se encuentran numerosas lecciones sobre el periodismo que pueden ser de gran utilidad —a mí me lo fueron— para el ejercicio de la profesión. La primera de ellas, sin duda, es que el periodismo no es solo una profesión, sino una forma de vida. No se puede ser periodista de nueve a cinco, ni de lunes a viernes. Porque la vida, la noticia que da fe de ella, no se detiene, no tiene horarios.

Pero, ¿cuál es el deber del periodista?, ¿qué motor ha de mover su trabajo? No olvidar nunca que  «el periodista no solo es el sujeto activo de su propia libertad de expresión —asegura en uno de sus primeros libros, Prensa y libertad (1980)—, sino también el depositario del ejercicio del derecho ajeno a la información».»Se habla mucho hoy de las crisis del periodismo, y una de ellas es sin duda una crisis de fe»

Su idea de cómo ejercer ese derecho volvería a plasmarla en 1989 en su primera «carta del director» al frente del diario El Mundo: «Este periódico no será nunca de nadie, sino de sus lectores. El Mundo no servirá nunca a otro interés sino al del público, porque el verdadero titular de la libertad de expresión no somos los periodistas, sino el conjunto de la ciudadanía».

La idea que Pedro J. Ramírez tiene de lo que debe ser un periódico ya la dejó escrita, a mediados de los 80, en un documento llamado «Bases para un plan de renovación de Diario 16«. Lo presentó a los editores del Grupo 16, que entonces cuestionaban su trabajo. «Debemos ser —exponía— al mismo tiempo influyentes y amenos, rigurosos y entretenidos, utilizando simultáneamente recursos formales de la prensa popular y técnicas redaccionales de la gran prensa de opinión».

Muchos acusan a las redacciones de Ramírez de comportarse como una secta, y tal vez no les falte una cierta razón. Porque el periodismo es una cuestión de fe, de fe en la profesión y de fe en que su trabajo es imprescindible en la sociedad. Se habla mucho hoy de las crisis del periodismo, y una de ellas es sin duda una crisis de fe. No es de extrañar que el director asegure que «el peor enemigo del periodismo es la rutina, hacer las cosas mecánicamente. Lo que menos me gusta de un periodista es que se vuelva escéptico».»Pedro J. Ramírez es un eslabón de la cadena de la historia de la profesión. Él recoge el testigo de los grandes maestros»

En las memorias se recoge una historia muy reveladora a propósito de la justificación de Francisco Umbral para dejar El Mundo e incorporarse a ABC, donde el escritor creía que iba a desarrollar mejor «la lección moral que es la vocación», lo que lleva al director a reflexionar de nuevo sobre la profesión y lo que llama «el fatal determinismo de no poder ser más que lo que se quiere ser. Escritor él, periodista yo».

En ese ineludible destino volvió a insistir el director, con motivo de la celebración del XV aniversario de El Mundo, recurriendo a ese énfasis épico tan de su gusto: «Alguien dijo que el periodismo es una cárcel —proclamó ante los miles de asistentes a la fiesta—. Si es así, que no me cambien de celda, que yo pido cadena perpetua».

Las inspiraciones

Pedro J. Ramírez, aunque pudiera parecerlo, no es un personaje único en los anales del periodismo. Pedro J. Ramírez es un eslabón de la cadena de la historia de la profesión. Él recoge el testigo de los grandes maestros que le inspiraron y lo lega a los periodistas, no necesariamente directores, que le seguirán.

Uno de sus más influyentes maestros fue Ben Bradlee. «A propósito del Watergate —escribe—, Bradlee me explicó que el Post “era un periódico de reporteros” y que su misión como director consistía en ”fomentar su creatividad”. Eso había ocurrido con Woodward y Bernstein al principio del Watergate. “Hacía falta la tenacidad de alguien capaz de agarrarse a tenues pistas como a un clavo ardiendo —me dijo—. Alguien para quien aquello constituyera la gran oportunidad, la esperada e irrepetible gran oportunidad”».

El director del Washington Post le explicó en qué consistía la función de dirigir, y el joven periodista guardaría con celo la lección para cuando le llegara la oportunidad, aún lejana. «Bradlee me advirtió de que la misión del director era ser prudente y no tratar de rentabilizar una historia cogida por los pelos, dañando la credibilidad del periódico. Por eso “uno de los escenarios más frustrantes del periodismo de investigación” era, según él —y vaya que si tenía razón—, descubrir que una pista era falsa, tras haber invertido tiempo, dinero y energías persiguiéndola. Un buen director debía ser capaz de “matar la historia”, aunque “la realidad estropee un buen titular”. Nunca se me olvidará este consejo».»Todo el que haya trabajado con Ramírez sabrá de su obsesión, demostrada en interminables reuniones, por encontrar la palabra exacta que defina lo ocurrido»

A Pedro J. Ramírez se le ha acusado con frecuencia de ser partidista, de tomar partido, algo que él asume, como demuestra el hecho de que sus periódicos nunca hayan sido neutros, ni siquiera equidistantes, lo que no impide la objetividad y la pluralidad. Es ya una tradición que el día antes de unas elecciones pida públicamente el voto a favor de un partido. Para entender esa toma de postura, nada mejor que una nueva lección, ofrecida por otro de sus grandes inspiradores. «Un periodista militante es un periodista que ha abdicado de la libertad de  opinión —le explicó Indro Montanelli en una entrevista—. Allá cada periodista con sus ideas… pero lo que no puede es estar subordinado a un partido. No puede. No creo que un militante pueda ser un buen periodista… La propaganda es una profesión… pero “otra” profesión. En suma, concluía el sabio italiano, que «no se puede ejercer el periodismo teniendo en el bolsillo el carné de un partido». El hoy director de El Español nunca fue militante ni tuvo carnet alguno, pero jamás dejó de defender sus ideas. ¿Qué sería de un periódico sin línea editorial?

Todo el que haya trabajado con Ramírez sabrá de su obsesión, demostrada en interminables reuniones, por encontrar la palabra exacta que defina lo ocurrido, por elegir la imagen justa, por afinar el último pie de foto, por cuadrar los títulos contando obsesivamente matriz a matriz. Eso lo aprendió de otro gran maestro: José Luis Cebrián Boné, director de ABC entre 1975 y 1977. En este caso, las enseñanzas fueron mucho más terrenales, referidas al gris y árido trabajo de la edición, lo que en la profesión se llama carpintería. «No tuve muchos directores —se puede leer en sus memorias—, pero él fue con creces el que mejor me inició en el lenguaje explicativo de la prensa escrita y en el arte de titular». ¿Qué sería de un periódico sin una edición esmerada?

El capital humano

Se ha dicho que los periódicos dirigidos por Ramírez —Diario 16, El Mundo, El Español— son periódicos de autor. Un diario, como una orquesta, suena bien porque hasta el encargado de los platillos sabe que en su trabajo es decisivo. Pero un diario, como una orquesta, necesita un conductor —por utilizar el término inglés—, un líder, un director para que todos los sonidos concuerden de forma armónica. Lo tienen claro cuantos han trabajado con él y lo tiene claro él mismo. Hubo un intento en Diario 16 de controlarle a través de un codirector. Lo explica así: «Siempre pensé que en una redacción no cabía ni bicefalias ni liderazgos compartidos. La empresa marcaba la línea, pero a la hora de ejecutarla, a la hora de decidir la portada y orientar el editorial nuestro de cada día, el director, después de debatir con su equipo, debía tener la última palabra, como un monarca absoluto».»El ejercicio diario de la profesión enfrenta con frecuencia al director a dilemas complejos»

Esa idea la desarrollaría tiempo después, tras recoger el premio concedido por la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE). «Cuando se trata de hacer el periódico del día siguiente, el director es el rey», sentenciaba. Y parafraseando al revolucionario francés Saint-Just, a propósito de la monarquía, concluía: «No se reina impunemente, y menos si se trata de fastidiar a los poderosos y romper algunos moldes».

Es función de ese «monarca absoluto» animar, ilusionar, entusiasmar a quienes comparten destino con él. A Ramírez le gustan los discursos, y son muchos los que ha pronunciado en su extensa carrera. Pero la arenga que mejor concreta su espíritu es la pronunciada durante una cena homenaje, tras el despido de Diario 16, de sus ya antiguos periodistas. «Tenéis un legado que preservar… Sois una redacción respetada y admirada… El prestigio que os habéis ganado es el mérito de todos… Debéis continuar aplicando nuestra filosofía de que la información es algo innegociable y un buen periodista nunca debe pactar ni transigir ante las presiones de ningún tipo de poder».

Para explicar la importancia del equipo, para responder a la pregunta de cómo se entiende que El Mundo haya triunfado con exiguos recursos mientras otras cabeceras, con todo a su favor, se quedaban por el camino, el director recoge unas palabras de la tesis de Pedro García-Alonso Montoya sobre el periódico. «El factor humano juega un papel fundamental (…). Este medio conoce de sobra que su fuerza competitiva solo está (…) en la calidad de sus redactores y columnistas, en el arte de sus diseñadores y en la gestión empresarial de sus directivos (…). Para Unidad Editorial la rentabilidad no constituye un fin comercial prioritario, sino que solo sirve como un medio, ciertamente ineludible, para asegurar la independencia informativa ante la opinión pública y ante sus lectores».

¿Publicar o no publicar?

«Toda noticia de cuya veracidad y relevancia estemos convencidos será publicada, le incomode a quien le incomode». Este categórico compromiso se puede leer en el Manifiesto Fundacional de El Mundo. Pero no todo es tan sencillo. El ejercicio diario de la profesión enfrenta con frecuencia al director a dilemas complejos.»La publicación de las terroríficas fotos de los restos calcinados de Lasa y Zabala planteó otra decisión peliaguda»

La disyuntiva «publicar o no publicar» se planteó en el vuelo de vuelta de un viaje a Santo Domingo. Ramírez y Carmen Gurruchaga, responsable entonces de la edición del País Vasco, volvían de un intento fallido de entrevistar al líder etarra AntxonEn el mismo vuelo viajaba Rafael Vera, número dos de Interior, con miembros de su equipo. Venían de lo mismo, lo que traducido a un titular suponía una gran exclusiva: «El Gobierno reanuda el diálogo con ETA». Vera ofreció al director convertirse en fuente permanente del Gobierno a cambio de que no se publicara la noticia. «Como solo teníamos un elemento tan circunstancial como su paso por la isla y nunca podríamos rebatir la versión de “escala técnica” —justifica el director su negociación— me pareció un trato ventajoso para los lectores y accedí (…). Durante dos años Vera cumplió».

Las publicación de las terroríficas fotos de los restos calcinados de Lasa y Zabala planteó otra decisión peliaguda. En este caso se trataba de publicar las imágenes de inmediato o guardarlas hasta un momento más oportuno. «Sentí  —argumenta— que debía retrasar la divulgación de una exclusiva. Faltaban cuatro días para la boda de la infanta Elena». No era cuestión de restar protagonismo y amargar la primera boda real de la democracia, centrando el interés informativo en una cuestión que nada tenía que ver con el enlace cuando la opinión pública estaba acaparada por aquel acontecimiento que la mismísima Pilar Miró iba transmitir en directo por televisión a todo el país.»El «caso Filesa» sobre la financiación irregular del PSOE volvió a poner sobre la mesa la disyuntiva de publicar o no publicar, o mejor, cuándo publicar»

El «caso Filesa» sobre la financiación irregular del PSOE volvió a poner sobre la mesa la disyuntiva de publicar o no publicar, o mejor, cuándo publicar. La investigación, una bomba informativa, estaba lista para su publicación el viernes 23 de mayo de 1991, dos días antes de las elecciones municipales. «Eso me planteó un grave dilema —relata Ramírez—: por un lado los votantes tenían derecho a conocer a tiempo una información tan relevante; por el otro, salir con eso en esas fechas podría ser interpretado como un intento de manipular la recta final de la campaña (…). Tras darle muchas vueltas con el Directorio [equipo directivo], opté por esperar. El argumento definitivo fue que lo que se dirimía en las urnas era la gestión local y regional, mientras que las responsabilidades políticas que iban a derivarse de ese asunto tenían carácter nacional».

Ramírez desciende al detalle para explicar por qué sí, en este otro caso, se publicó la sentencia del juez Del Olmo sobre el 11-M, pese a estar bajo secreto de sumario. «Fue la decisión más controvertida desde la entrevista con la cúpula de ETA», aclara. Merece la pena la larga cita, porque en ella se condensan las argumentaciones ante un muy frecuente choque de dos derechos.»Al director se le ha acusado hasta la saciedad de coquetear con los poderosos. Que si los partidos de pádel con Aznar, que si la foto con Aznar y Rato»

«La relevancia informativa, es decir, el interés de todo aquello para el público, era incuestionable —se lee en Palabra de director—, no solo porque concernía a la mayor masacre terrorista de la historia de España, sino porque ponía de relieve una escandalosa cadena de negligencias en los cuerpos de seguridad que contribuyeron a hacer posible el 11-M. El juez tenía derecho a imponer el secreto del sumario persiguiendo las filtraciones, pero nosotros teníamos derecho a publicar aquello sin revelar nuestras fuentes. Era un pulso equivalente al de los famosos papeles del Pentágono que el Tribunal Supremo dirimió a favor del New York Times y el Washington Post».

Finalmente, otro juez, Juan López Jiménez, dio la razón al periódico rechazando la demanda interpuesta por su colega Juan del Olmo. La negativa de admitir la demanda estaba «amparada en el derecho a guardar secreto en el ejercicio de la profesión periodística, sin olvido de la finalidad que le es propia, esto es, la correcta formación de la opinión pública». Y Ramírez concluye eufórico tras el histórico triunfo de la libertad de expresión: «Bendito artículo 20, bendita Constitución».

La cercanía de los poderosos

Al director se le ha acusado hasta la saciedad de coquetear con los poderosos. Que si los partidos de pádel con Aznar, que si la foto con Aznar y Rato en el balcón de Carabaña, que si su hilo directo con Zapatero. En Palabra de director explica con detalle cómo fueron esas relaciones. «Yo había estado cerca de Aznar —aclara— porque sentía que mi obligación como periodista era conocerle lo mejor posible… ¿Podría resistir esa amistad a su paso por el poder y mi ejercicio de la crítica?… Mi cercanía personal a Aznar me obligaba doblemente a dejar constancia inequívoca de mi opinión».

Pedro J. Ramírez defiende la proximidad, e incluso el «cortejo», a los políticos, pero matiza que eso nunca acaba en matrimonio. «Cuando alguien está en La Moncloa es imposible que haya una relación estable de amistad, porque el periodista tiene que cumplir su función».

El director diferencia entre el poder y la influencia. «El poder está en el Boletín Oficial del Estado», y añade que los periodistas nunca han tenido poder: «Hemos tenido influencia y debemos seguir teniéndola».»Otro de los grandes desafíos fueron las irregularidades del banquero Mario Conde al frente de Banesto. Ramírez mantenía una relación estrecha con Conde»

Incluso explica un caso concreto en que ese conocimiento de los políticos le fue de gran utilidad. Cuenta cómo el 11-M quitó la palabra «ETA» del principal titular del periódico. Aznar llamó a varios directores para asegurarles taxativamente que ETA era la autora del tremendo atentado. «Yo lo conocía mucho y, cuando le escuché, vi que no tenía elementos materiales y que estaba sumido en una especie de niebla (…). El conocerle me permitió no incurrir en el mismo error en el que cayeron otros periódicos. Pensé que no debíamos hacer esa atribución sin tener nada más que el convencimiento del Gobierno».

Otro de los grandes desafíos fueron las irregularidades del banquero Mario Conde al frente de Banesto. Ramírez mantenía una relación estrecha con Conde, muy defensor de El Mundo y de su director. ¿Cómo tratar una información comprometida para una de las personas que más habían apoyado el periódico? Lo explica Ramírez: «… Mi consigna fue clara: teníamos que ser los que más y mejor información diéramos sobre lo que se fuera descubriendo (…). Mi obsesión no era corresponder a quien nos había ayudado a fundar el periódico, a quien había sido una buena fuente de información y a quien nos había echado una mano en algún lance tan delicado como la crisis del verano anterior con el rey. Mi obsesión era ser ecuánimes».»A los directores y a las redacciones les corresponde encontrar la forma de salir de ese atolladero»

En Palabra de director se recoge también lo que piensan los poderosos sobre la función del periodista y la del político. Estas opiniones de dos presidentes del Gobierno dan idea de lo alejadas que están unos y otros. Aznar se lo explica a Ramírez de esta forma tan chusca como reveladora: «El único polvo perfecto es el editorial. Escribes un artículo, como haces tú, lo publicas y ya está. En política, lo importante es llegar y luego durar…». Por su parte, Zapatero resume su idea de forma lacónica pero contundente: «El periodismo es política sin responsabilidad».

El director ha asegurado que la intención de sus memorias es ofrecer «un homenaje al periodismo». Falta le hacen al periodismo homenajes en forma de reflexiones, aunque no sean compartidas: nuevas ideas y propuestas para salir de esta encrucijada en la que se encuentra atrapado por la doble crisis económica y tecnológica, crisis que el propio Ramírez describió en una entrevista en su propio periódico: «Se hundieron las cuentas de resultados y el negocio ya no fue vender noticias a los lectores, sino vender lectores al poder. Para eso no servíamos los directores-periodistas, sino los gerentes». A los directores y a las redacciones les corresponde encontrar la forma de salir de ese atolladero. Nadie lo va a hacer por ellos. Ramírez ofrece en sus memorias muchas ideas, basadas en su propia experiencia, sobre la profesión, ideas que pueden resultar muy útiles en el presente. La principal, en mi opinión, es la necesidad de romper ese escepticismo reinante sobre la decisiva importancia del periodismo.

Palabra de director adjunto.

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La increíble verdad

«Hemos perdido la noción de la realidad objetiva; la noticia está en describir qué ocurre en las redes sociales»

(Artículo publicado en The Objecive el 28 de diciembre de 2021)

Fotograma de la película No mires arriba.
Juan Carlos Laviana

Para explicar el mundo presente se recurre continuamente a Hannah Arendt. Sus pensamientos del pasado siglo nos sirven para comprender el presente, donde la distinción de lo verdadero y lo falso, como pocas veces en la historia, ha desaparecido de una forma fulminante. Ya en 1951, la escritora alemana escribía en Los orígenes del totalitarismo (Alianza Editorial) que «el sujeto ideal de la regla totalitaria no son el nazi o el comunista convencido, sino la gente para la que la distinción entre hechos y ficción o verdadero y falso ya no existen». Se refería al mundo polarizado de su tiempo, pero cualquiera diría que alude a nuestro ecosistema informativo, tan contaminado por el oxímoron «noticias falsas».

Una de las películas más aclamadas esta Navidad, No mires arriba (Adam McKay), explica cómo en el mundo actual estamos tan acostumbrados a la mentira que la verdad nos resulta increíble. El mensaje es tan sencillo como la fábula del lobo. Tantas veces hemos repetido que viene el lobo cuando no venía que, cuando de verdad viene, nadie hace caso.

En la película de Netflix –también se puede ver en cines-, unos científicos advierten de la inminente llegada de un enorme cometa que se estrellará contra la Tierra, provocando la destrucción de nuestro mundo. La noticia es tan increíble que ni los medios de comunicación, ni los usuarios de las redes sociales, ni la propia presidenta de los Estados Unidos se la cree, por más que se pongan sobre la mesa evidencias científicas de su veracidad.

La verdad se va haciendo cada vez más evidente a medida que el cometa se acerca y se hace visible al ojo humano. Es entonces cuando surgen dos movimientos contrapuestos: los que proclaman: «Mira arriba», que ahí en el cielo tienes la verdad al alcance de la mano; y los defensores del «no mires arriba», porque la realidad está aquí abajo y la puedes ver en tu móvil.

La película no deja de ser eso, una película. Pero, desde la ficción grotesca, nos recuerda uno de los mayores debates de la actualidad. El catedrático de Ciencias Políticas Fernando Vallespín analizaba el fenómeno de las fake news y la posverdad en un reciente seminario celebrado en la Universidad Internacional de La Rioja. «Hemos perdido la noción de la realidad objetiva –asegura-; la noticia está en describir qué ocurre en las redes».

Otra vez aparecen las redes sociales como origen del gran problema de la desinformación. En su opinión, hemos asistido a «una transformación del espacio público, pasando de una democracia mediática a una democracia digital». En suma, que los medios tradicionales nos hemos dejado arrebatar ese «espacio público» que, en teoría, «debe satisfacer el juicio ilustrado y la argumentación racional» y, sin el cual, «no hay sistema democrático».

Las redes han «erosionado la conversación», según el profesor Vallespín. Y han implantado un escenario nuevo. En ese espacio se ha transformado la democracia en una emocracia, donde «los sentimientos importan más que la razón». Lo que pone de manifiesto el hecho de que «se prefiera utilizar un emoji» en lugar de la palabra. Todo ello ha dado lugar a un escenario en el que «ya no hay gatekeepers o intermediadadores, como eran los medios de comunicación de masas tradicionales».

Hasta tal punto hemos abandonado nuestra función de intermediarios de la información, que han proliferado las entidades que se autoerigen como adalides del fact checking. La comprobación de las noticias siempre ha sido función de los propios medios. Se da por supuesto que ninguna publicación lanza una noticia sin haberla comprobado antes. Pero algo ha fallado cuando han ocupado el espacio que les hemos dejado libre a esas agencias de control no ya de las redes sociales, sino de los medios ahora llamados tradicionales.

El nuevo escenario es terreno abonado. Porque ahora, en palabras de Vallespín, «lo que importa no es la verdad, sino lo que se siente como real, y lo que se siente como real es aquello que tiene un componente emocional». Concluye con una descripción precisa de esta situación dominada por «la ficcionalización de los hechos y la factificación de las ficciones».

En el mismo foro, la politóloga Míriam Martínez-Bascuñán ofrecía su diagnóstico: «Nos hacemos más tolerantes e inmunes a la mentira y esto merma las capacidades para el juicio crítico». Esta inmunidad se ha extendido en la sociedad como una pandemia. Y nos ha contagiado también a los propios periodistas, que con frecuencia renunciamos a nuestro deber de valedores de la verdad. ¿Cómo se cumple con ese deber? El historiador y político romano Tácito, como siempre, consiguió plasmarlo de forma sencilla: «La verdad se confirma con inspección y detenimiento; la falsedad, con prisa e incertidumbre».

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La edad sentida

Más allá del Negrón/ Con cada vez más frecuencia, lo sentido se impone a lo pensado e, incluso, a lo experimentado

Juan Carlos Laviana

Mi madre, según descubro ahora, debía de ser una adelantada a su tiempo. Solía contar que mi abuela, es decir, su madre, cuando le preguntaban, ya con muchos años, qué se sentía siendo tan vieja, siempre respondía lo mismo: nadie vive en la edad que tiene. Mi madre lo contaba porque ella empezaba a sentir lo mismo, y ahora, que nosotros alcanzamos su edad en aquel momento, empezamos a sentir que no vivimos en la edad real que tenemos.

Me ha recordado esto una noticia de esas que no suelen recoger los periódicos generalistas por remota, complicada y difícil de explicar. La encontré en la web católica Aceprensa y. aunque estaba datada el día 28 de diciembre, no era ninguna broma.  La noticia se titula “México: un fallo judicial a favor de la edad sentida”.

Contaba que una sentencia de la Suprema Corte de México permitía el cambio de edad en documentos oficiales de acuerdo con los sentimientos del afectado. Incluso utilizaba las escurridizas expresiones “verdad personal” y “realidad social” como conceptos independientes de la realidad biológica.

La polémica no se hizo esperar en el país americano, dado que asuntos tan peliagudos como el cambio de nombre o de sexo, la consideración de menores en casos de abusos  o el derecho a subsidios y pensiones se basaría, según la sentencia, precisamente en la percepción personal, ya sea de la edad o de la identidad sexual.

La sentencia, en principio, intentaba solucionar un problema burocrático. El de los errores administrativos al certificar dos fechas de nacimiento distintas o los provocados por retrasos registrales. Nada inusual. Mi padre, sin ir más lejos, estaba asentado –se decía entonces- un mes después de nacer, con lo que su edad real nunca coincidió con la del DNI y otros documentos oficiales. Pero la sentencia  iba más allá de su propósito inicial al primar los mencionados conceptos de “verdad individual” y “realidad social” sobre los datos biológicos, dejando una puerta abierta para otros asuntos de mayor trascendencia.

La Corte sostiene que los documentos registrales deben coincidir con “la vivencia interna de los individuos” y concede el derecho al cambio de los documentos cuando “la persona se haya comportado públicamente” en un sentido distinto al de la información en ellos contenida.

El domingo en estas mismas páginas se ofrecía un reportaje titulado “¿Podéis dejarnos en paz con la edad?”, en el que se recogían testimonios de famosas que consideraban que la edad femenina sigue siendo aún “un potente foco de perjuicios”.  Se contaban casos como el de Madonna que había recibido todo tipo de insultos por mostrarse insinuante en las redes sociales. Los comentarios eran del tipo “es como si tu abuela estuviera jugando a ser sexi”. Madonna ha denunciado ser víctima de “censura, sexismo, edaísmo y misoginia”. Se le han sumado, proclamando ser víctimas de discriminación también por edaísmo, actrices tan relevantes con Melanie Griffith, que se queja de ya solo recibe ofertas para papeles secundarios; Sarah Jessica Parker, quien fue criticada por pretender ser tan joven en la segunda parte de Sexo en Nueva York como en la primera hace veinte años: o Carrie-Ann Moss, quien asegura que al cumplir los cuarenta ya le ofrecían papeles de abuela. Sin duda, todas ellas cambiarían su edad oficial por la edad sentida.

La sentencia del tribunal mexicano viene a confirmar un fenómeno que lleva años gestándose. La primacía creciente del sentimiento sobre la realidad. Pero las cosas son como son; no como nos gustaría que fueran. Debemos tener cuidado, porque si vivimos de acuerdo con las percepciones, y no con la realidad, nos convertimos en carne de cañón para el Metaverso. Ese nuevo mundo que el fundador de Facebook,  Mark Zuckerberg, define como un entorno donde los humanos interactúan social y económicamente como avatares en un ciberespacio, que actúa como una metáfora del mundo real pero sin sus limitaciones físicas o económicas. Ahora nos toca elegir dónde queremos vivir, si en el mundo real o en su metáfora.

(Artículo publicado en La Nueva España el jueves 13 de enero de 2022)
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Rebaño sin pastor

Más allá del Negrón/ La transformación de la pandemia en endemia no significa que hayamos acabado con el virus

Juan Carlos Laviana

Era un clásico hace años que cuando un niño enfermaba de sarampión o varicela, la madre encerraba a todos sus hijos –y algún primo si pasaba por allí- en una habitación. Todos juntos, tanto sanos como enfermos. Así, se contagiaba toda la prole y se pasaba el trance de una vez. La casa se convertía en un hospital de campaña y en una semana la madre, siempre la madre, solucionaba el problema sanitario familiar al grito de “más vele una vez colorado que ciento amarillo.”

Me he acordado de aquello al ver cómo aumentan los casos de Covid a una velocidad endemoniada, multiplicándose prácticamente por dos cada día que pasa. Y también al ver que el Estado de Israel, no siempre delicado en sus medidas como tampoco lo son las madres, se está planteando lo que se ha dado en llamar “el modelo de contagio masivo”. Algunos científicos creen que es la única manera de enfrentarse al virus.

Circula por ahí un chiste que describe bien la situación que estamos atravesando. En la viñeta, se ve a San José en el portal de Belén consultando el móvil y dando las últimas noticias a una María con mascarilla. El carpintero anuncia que, dada la situación, los Reyes Magos avisan de que este año no van a venir. Y detalla el parte médico de sus majestades: “Melchor tiene Covid, Gaspar es contacto directo y Baltasar no tiene el certificado.” 

Así estamos todos nosotros, No hay una sola felicitación navideña que no incluya un parte médico similar al de los magos de Oriente. A este paso, vamos a caer todos, repetimos una y otra vez. Y los expertos parecen confirmarlo cuando anuncian que nos acercamos al momento decisivo del paso de la pandemia a la endemia. Es decir, el momento en que la Covid se convierta en una dolencia endémica –“Enfermedad que afecta a un país o una región determinados, habitualmente o en fechas fijas”-, con la que habremos  de convivir todos los años. Lo mismo que ocurrió con el final de la gripe como pandemia, hace cien años. En cuanto los síntomas se mostraban cada vez más leves, se empezó a convivir con la enfermedad año tras año. Y aquí estamos, un siglo después, lidiando con la gripe todos los inviernos. Olvidándonos de que, solo en España, sigue matando, directa o indirectamente, a unas 15.000 personas.

Vamos, que a todo se hace uno. Y lo mismo debe de pasar con la Covid. Tal vez ese fatalismo de lo inevitable sea lo que haya llevado a nuestros dirigentes a la inhibición. Ayuso recurre al modelo del “autocuidado” y Sánchez cada día parece más partidario del ya llamado Ayusismo sanitario.

Otra vez –no aprendemos- parecen estar dando carpetazo al problema a la espera de que se resuelva por sí solo. Las colas siguen en los centros de salud –en Asturias y en Madrid-. Se calcula que hay más de  13,000 contagiados entre el personal sanitario, circunstancias que lleva inevitablemente al colapso de camas y UCIs. Las bajas por Covid dejan a las empresas sin efectivos y a los médicos de familia enterrados en papeleo. Lástima que la gestión de esta fase ensombrezca el éxito de las vacunas.

La impresión es que el pastor se creyó demasiado pronto lo de la “inmunidad de rebaño” y dejó a su grey a su libre albedrío. Así, ahora vamos como ovejas sin cencerro buscando tests por las farmacias, haciéndonos la prueba a nosotros mismos como Dios –y el ilegible prospecto- no dan a entender, pasando de llamar a los centros de salud para dejar paso a los más graves, decidiendo si debemos ir a trabajar o no, si llevar a los niños al colegio,  o si nos podemos vacunar habiendo pasado la Omicron. Igual nos pasa como a los nostálgicos en la transición, que proclamaban aquello de “queríamos libertad, pero no tanta”.

(Artículo publicado en La Nueva España el 6 de enero de 2022)

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¿Hay demasiados medios?

«¿Es bueno que en España los lectores dispongamos de 2.894 opciones para informarnos? Yo diría que sí, pero, claro, exige madurez al lector»

Juan Carlos Laviana

En España tenemos hoy 2.874 medios digitales activos. A primera vista, se antojan demasiados medios para un país con menos de un centenar de diarios en papel. El muy sorprendente dato procede del estudio Medios nativos digitales en España. Caracterización y tendencias, que acaba de publicar Comunicación Social EdicionesHay que tener en cuenta, es cierto, que en esa cifra se incluyen webs de televisiones, agencias y radios y las versiones en internet de los diarios tradicionales. No obstante, casi la mitad (1.361) son nativos digitales.  Siguen siendo muchos para lo que estábamos acostumbrados.

Hay una rotunda sentencia de uno de los coordinadores del trabajo, el catedrático de la Universidad de Navarra Ramón Salaverría, que, siendo obvia, da mucho que pensar: “Hoy todo periodismo es digital”.  Hasta los periódicos o revistas en papel han tenido que adaptarse y volcar sus contenidos en la web para no perder a sus lectores. Así pues, según Salaverría, esa distinción entre digitales y analógicos ya está superada. La diferencia hoy es entre nativos digitales y no nativos. Los primeros nacieron ya con estructuras y sistemas redaccionales propios del nuevo medio, con todo lo que eso tiene de adentrarse en territorio ignoto. Los segundos tienen sus problemas de adaptación, lastrados aún por el peso de sus cabeceras y sus tradicionales maneras de trabajar.

Este ya no tan nuevo escenario da lugar a no pocas reflexiones. ¿Hay más pluralidad ahora, con tal abanico de medios, que cuando las opciones apenas se contaban con los dedos de una mano?  ¿Esta eclosión de nuevos medios refleja una sociedad que, al haber sustituido el bipartidismo por una amplia panoplia de opciones políticas, necesita un abanico casi infinito de posibilidades informativas? ¿Son realmente necesarios tantos medios o asistimos a una reiteración excesiva de cabeceras, apenas distinguibles en sus propuestas?

Resulta paradójico que esta gran diversidad eclosione en un momento en el que todos los analistas consideran que vivimos en una sociedad polarizada. Pero el fenómeno no es nuevo. En momentos históricos de polarización política, también se ha producido esa masiva aparición de medios.

A finales del siglo XX, cuando iban cayendo cabeceras una tras otra –El Independiente, Ya, El Periódico de Madrid, El Sol, Claro, La Tarde, El Imparcial…- se miraba con asombro hacia los años de la Segunda República, cuando se vivió una insólita proliferación de periódicos.  En 1931, en las seis ciudades españolas más pobladas, llegaban a los quioscos 82 diarios, 30 de ellos sólo en Madrid. Eso sí, entre todos ellos, sólo seis superaban los 100.000 ejemplares. Es cierto que el índice de analfabetismo de entonces limitaba la cantidad de lectores, pero también lo es que a mayor efervescencia política, a mayor politización de la sociedad, mayor número de cabeceras. El hecho de que muchos de aquellos periodistas de la II República fueran militantes de partidos políticos, cuando no diputados con escaño en las Cortes, da idea de la politización de la sociedad. Debió de ser por entonces cuando Azorín anunció que dejaba de leer periódicos, porque de lo importante uno siempre acaba enterándose y de lo que no es importante, mejor no enterarse.

En la situación actual, son frecuentes las quejas por exceso de información. Se argumenta que es imposible llegar a todo. Que es tal la avalancha de información que, en vez de alimentar una sociedad bien informada, lo que se consigue es saturar al lector. Hasta el punto de que, al ser incapaz de digerir tanta noticia, acaba por estar desinformado. Esta sociedad de la dispersión mental aún no ha alcanzado la madurez necesaria para saber que estar bien informado no es leerlo, oírlo, verlo todo. Basta con que elija una opción.

Asistimos a un síndrome de Stendhal informativo, a una sociedad enferma por sobredosis de información, pero lo opuesto –un escenario con menos medios- es mucho peor. A menos pluralidad, menos libertad. Ya lo decía el capitán Beatty de Farenheit 451. “Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, pues le preocuparás; enséñale solo uno”. Y, pensándoselo mejor, el jefe de bomberos concluía: “O, mejor aún, no le enseñes ninguno.”

¿Es bueno que en España los lectores dispongamos de 2.894 opciones para informarnos? Yo diría que sí, pero, claro, exige madurez al lector. En la década de los 80, nos asombráramos que en Estados Unidos el ciudadano dispusiera de decenas de canales de televisión. ¿Cómo podían verlos todos? Si nosotros solo teníamos dos y no nos daba la vida. Hoy, cuarenta años después,  disponemos televisiones estatales, generalistas, autonómicas, locales y una panoplia de plataformas a la carta. Es cuestión de elegir.

A propósito de esta inédita pluralidad, Pedro J. Ramírez, director de una de esas 2.894 cabeceras, El Español, opinaba en una reciente entrevista que “ahora el poder de opinar está más distribuido”. Y explicaba que él, como “liberal”, se siente mejor en una sociedad en la que muchos mandan, o mandamos, o influimos un poco, que en una sociedad en la que pocos mandan o influyen mucho, aunque yo fuera uno de esos pocos”.

Bien es verdad que a los periodistas nos beneficia esta situación. “Me gusta este contexto en el que hay que ganarse la diferencia todos los días”, apostillaba el director. Ahora bien, el lector debe acostumbrarse al nuevo escenario. Debe aprovecharse de la riqueza de visiones diferentes y sentirse cómodo en esta situación en la que hay que buscar todos los días la mejor opción para estar informado. Eso sí, obliga al lector a pasar de una actitud pasiva ante el gran caudal de noticias y opiniones a una postura activa para distinguir y elegir la mejor opción. Es lo que tiene la libertad, que posibilita elegir, pero, a cambio, exige descartar.

(Artículo publicado en The Objective el de 30 de noviembre de 2021)

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Normas absurdas

Más allá del Negrón/ El debate sobre la imposición de las mascarillas en exteriores

Juan Carlos Laviana

Los de Madrid, cuando salen, y salen mucho, se quedan pasmados ante la rigidez de algunas normas en otras comunidades. El pasado verano en un chiringuito de una playa valenciana llamaba la atención de los foráneos que en torno a las mesas, ancladas en la misma arena, algunas personas permanecían sentadas y otras se levantaban. No para ir a ningún sitio, sino para seguir en el mismo lugar siguiendo la conversación. Hubo que recurrir al camarero para aclarar aquel comportamiento tan llamativo. “Si se fijan –explicó- los que se levantan están fumando”. Y añadió que la norma era muy clara: “No se permite fumar sentados en una terraza”. De hecho, continuamente se veía obligado a recriminar a quienes fumaban permaneciendo sentados, que de inmediato se levantaban. Sin embargo, añadió, la norma nada dice de fumar de pie ante una mesa.

La prohibición de fumar en las terrazas, aunque discutida, tiene un sentido. De hecho, se aplica en muchas comunidades.  Pero, ¿cuál era la diferencia entre fumar sentado y fumar de pie? ¿Cómo evita que el virus se traslade de unos a otros en torno a una mesa? La única explicación que se me ocurre es que el humo del cigarrillo se eleva medio metro al levantarse, y viaja más cómodamente a esa altura por el inmenso espacio de una playa.

Me he acordado de la extraña escena de Valencia ante la imposición, desde el día de Nochebuena, del uso de las mascarillas en el exterior. La medida ha sido tan discutida que ha provocado el milagro de que izquierda y derecha se pongan de acuerdo en su rechazo. No solo han sido los ciudadanos –no son pocos los que públicamente han anunciado que no la acatarán-, sino que también destacados médicos han denunciado su nula eficacia. Al parecer, según algunos expertos, llevar la mascarilla en exteriores solo contribuye a que se humedezca y pierda su función protectora cuando entramos en un espacio interior. Es decir, que cuando llegamos a tiendas,  grandes superficies o transportes públicos, la mascarilla ya no cumple su función. No menciono los bares y restaurantes, porque en estos establecimientos directamente no la usamos ante la imposibilidad –hoy por hoy- de comer o beber con la mascarilla puesta.

Desde mi ignorancia, supongo que alguna razón habrá para tal medida. De hecho, Grecia, Lituania, Malta, Rumanía, Eslovenia y Chipre también la han adoptado y otros tantos países se la están planteando. Pero el Gobierno no nos la ha explicado, cayendo una vez más en uno de los grandes errores en la gestión de la pandemia: la incapacidad de nuestras autoridades para comunicarse con sus ciudadanos.

En el otro lado del espectro político, la presidenta madrileña, Díaz Ayuso, que como todo el mundo sabe es tan liberal que considera que la mejor norma es la no norma, se ha inventado “la cultura del autocuidado”. Bien está que todos velemos por nuestra salud de la mejor forma que Dios nos da a entender. De hecho, la responsabilidad ciudadana ha sido factor clave en el presunto éxito de España en la lucha contra el virus.  Pero estamos ante una situación excepcional: la peor pandemia en un siglo, y una situación excepcional requiere medidas excepcionales, pero comprensibles.

La obligatoriedad del uso de las mascarillas en exteriores recuerda aquellas normas, incoherentes para nosotros,  que nos imponían nuestros padres. Tras agotadoras alegaciones, las discusiones terminaban siempre con el “porque lo digo yo, que para eso soy tu padre”.  Las leyes están para cumplirse, es obvio. Como lo es que sin normas no hay convivencia posible. Pero si los gobernantes son incapaces de explicarnos sus normas, están justificando la obediencia ciega o, aún peor, la insumisión, porque, como decía el revolucionario francés Marat, “una obediencia ciega supone una ignorancia extrema”. Y esta sociedad ha demostrado ser menos ignorante de lo que los políticos piensan y las redes sociales aparentan.

(Artículo publicado en La Nueva España el 30 de diciembre de 2021)

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La era de la incertidumbre

Más allá del Negrón/ El rebrote de la pandemia aboca al desconcierto y la impotencia ante un enemigo que nos supera

 Juan Carlos Laviana

No sabemos lo que va a pasar mañana. Vivimos en ascuas. El virus nos ha puesto contra las cuerdas. A todos. Al Gobierno y a los ciudadanos. Cualquiera diría que la pandemia nos está sometiendo a un test de estrés. Cuando estábamos convencidos de aquella bravata de Sánchez –“¡Hemos vencido al virus!”-, cuando nos creíamos seguros de nuevo en la normalidad, cuando ya casi nos sentíamos inmunes, tenemos el ómicron metido en casa.

Ya no son solo los amigos y familiares que van cayendo a nuestro alrededor. Ya no son solo los insolidarios antivacunas. Ya no solo los imprudentes que llevan la mascarilla por debajo de la nariz y no se lavan las manos. Ahora, y también de forma muy sintomática y alarmante para todos, han caído hasta el propio presidente del Principado y la líder de la oposición, como si su función de representarnos a todos fuera llevada hasta el extremo.

Una vez, cómo no, más la redes se han llenado de mensajes creando una sensación de que la realidad es aún más grave de lo que ya es. Se multiplican mensajes como este, acompañados de la foto de un test que no es el del embarazo, aunque se le parezca. “Bueno, confirmado. Tengo COVID. Ha salido la rayita nada más hacérmelo”. La proliferación es mayor, pero por fortuna la gravedad es menor que en meses pasados, cuando quien se contagiaba no estaba en condiciones de proclamarlo a los cuatro vientos. En cualquier caso, es tanto el desasosiego que ha llevado a respuestas como ésta: “A ver una cosa, necesitaría por favor que dejarais de contagiaros todos de repente, muchas gracias, un beso”.

Echando la vista atrás, no se recuerda una era de incertidumbre como esta. Quizá la última vez que nuestra generación no supo lo que iba a pasar mañana, en la política nacional, fue la muerte de Franco y los convulsos años posteriores hasta que la democracia quedó restablecida. Y en la internacional, la guerra fría cuando el mundo estaba convencido de que un masivo ataque nuclear acabaría con la civilización tal y como lo conocíamos.

La pasada semana, un muy interesante artículo de “The Economist “lo resumía a la perfección en un titular: “La nueva normalidad ya está aquí. Acostúmbrese a ella”. El autor explicaba que, “a medida que se acerca el 2022, es hora de enfrentar la imprevisibilidad predecible del mundo”. Y se mostraba así de pesimista respecto al futuro: “El patrón para el resto de la década de 2020 no es la rutina de los años anteriores al Covid, sino la confusión y el desconcierto de la era de la pandemia”. 

El síndrome de la incertidumbre ya está aquí. Llevamos semanas planificando y desplanificando las Navidades. ¿Podremos celebrar las comidas de empresa? ¿Podremos viajar? ¿Podremos reunir a toda la familia en casa? ¿Podremos sumergirnos en las grandes zonas comerciales para hacer las compras? Y, mientras, no pensamos en otra cosa, porque  no se pueden hacer planes a largo plazo. Toda una lección para nuestra soberbia fruto de tantos años convencidos de que, como reyes del universo, teníamos nuestra vida bajo control. Dando vueltas a todo esto, el tiempo se nos ha echado encima y la casa sin barrer. Mañana es Nochebuena y pasado Navidad. Habrá que ir haciendo planes para Nochevieja. Preparar la tradicional lista de buenos propósitos para el próximo año se ha convertido en una misión imposible.

Nos ocurre como al personaje del relato “Ami Foster”, de Joseph Conrad: “Aquel pobre náufrago era como un hombre trasplantado a otro planeta, separado de su pasado por una inmensa distancia y de su futuro por su inmensa ignorancia”.

(Artículo publicado en La Nueva España el 23 de diciembre de 2022)

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Cuando las víctimas son los niños

Más allá del Negrón/ Menores convertidos en escudos humanos: de los hijos de Juana Rivas al niño de Canet

Juan Carlos Laviana

Es una contradicción escalofriante. Por un lado, sobreprotegemos tanto a nuestros niños que los convertimos en seres incapaces de defenderse por sí mismos. Por otro, cada vez son más los niños utilizados con  objeto de proteger a sus mayores. Parece que recurrimos a ellos como recurre el pedigüeño cuando exhibe a sus hijos como reclamo de la limosna. Ya es hora de acordarse de los niños más allá de nostalgias autocomplacientes del adulto. El emotivo, aunque fácil, recurso a bellas palabras como “el sol de la infancia”, de Machado, o aquello de Rilke de que “la verdadera patria del hombre es la infancia” no se nos cae de la boca. Pero en realidad ni siquiera nos referimos a los niños, sino a cómo los mayores recordamos la infancia y cómo eso nos influye en el presente.

Se vuelve a hablar mucho de los niños, pero ahora como recurso para sus padres. Se habla del niño de Canet, víctima de la confrontación entre quienes defienden la inmersión total en catalán  y los que piden la parte proporcional de castellano en la educación. Se habla de los niños de Juana Rivas que llevan toda su vida siendo víctimas de una disputa de los padres, trasladada desde hace años al escenario judicial. No se trata aquí de saber quién tiene razón, si los nacionalistas, los constitucionalistas, los jueces, el padre o la madre. Se trata de llamar la atención sobre el uso y abuso de los niños en favor propio.

Esta semana ha comenzado la vacunación masiva de los niños. No porque los niños puedan sufrir gravemente la enfermedad, sino porque los niños se han convertido en los mayores transmisores de la Covid-19. Al parecer, tienen más carga viral que el resto de la población. Bien está que se vacune a los niños, pero, una vez más no lo hacemos por su salud, sino por la nuestra.

La enumeración de casos en los que los niños se han convertido en víctimas resulta una retahíla interminable. La explotación sexual de menores tutelados en Palma, los abusos a una menor por parte del ex marido de una política de alto rango en Valencia, la falta de auxilio de una madre de Elche a la que se acusa de matar a sus dos bebés tras parirlos.  Por no hablar de los menas –hasta hemos inventado un eufemismo para que no parezcan tan inocentes-, convertidos en la pelota del pim pam pum de la política sobre inmigración.

Hacen falta más niños. España se está quedando sin niños, tenemos la tasa de fecundidad más baja de Europa y del mundo. Son mantras que se repiten continuamente. Se proclaman no por el derecho de los niños a formar parte de este mundo, sino por los intereses de los mayores. Para que no se hunda nuestra economía, para que puedan pagar las pensiones de sus padres, para no convertirnos en una gerontocracia. En suma, para solucionar los problemas de los mayores. ¿Y por qué no se tienen más niños? Porque no se dan las condiciones, porque perderíamos calidad de vida,  porque un niño sale muy caro, porque valoramos nuestra independencia. Es decir, por nuestro propio interés.

Este mundo está hecho por los mayores y para los mayores. Y así debe ser, ya que los niños son dependientes de nosotros. Pero los mayores hemos dejado de pensar en los niños. Tanto que, al mismo tiempo que se suceden sin tregua casos de niños víctimas de sus mayores, decidimos dar el dni a los animales, obligar a sus propietarios a realizar cursos de capacitación o prohibir su utilización como reclamo publicitario… Nada de ello se ha hecho con los niños, salvo concederles el dni.

Llega la Navidad y nos acordaremos de nuevo de los niños. Se ofrecen “planes con niños” para los padres que no saben qué hacer con ellos. Se anuncia la vuelta Máster Chef Junior, para que los padres puedan seguir viendo su programa favorito con sus hijos entretenidos. Y los llevaremos a la Cabalgata, como gran sacrificio anual. Mientras, el niño de Canet o los hijos de Juana Rivas no podrán disfrutar de la Navidad. ¿Cómo dedicarse a joder con la pelota, que es lo suyo, cuando estás contando los días para volver a un colegio hostil después de Reyes? ¿Cómo disfrutar de las fiestas esperando la próxima vista judicial en la que te van a preguntar por maltratos, abusos, secuestros y si quieres más a papá o a mamá?

(Artículo publicado en La Nueva España el 16 de diciembre de 2021)
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¿Hay demasiados medios?

¿Es bueno que en España los lectores dispongamos de 2.894 opciones para informarnos?

¿Hay demasiados medios?
Redacción de ‘The New York Times’ en 1942.|Wikimedia Commons
Juan Carlos Laviana

En España tenemos hoy 2.874 medios digitales activos. A primera vista, se antojan demasiados medios para un país con menos de un centenar de diarios en papel. El muy sorprendente dato procede del estudio Medios nativos digitales en España. Caracterización y tendencias, que acaba de publicar Comunicación Social Ediciones. Hay que tener en cuenta, es cierto, que en esa cifra se incluyen webs de televisiones, agencias y radios y las versiones en internet de los diarios tradicionales. No obstante, casi la mitad (1.361) son nativos digitales. Siguen siendo muchos para lo que estábamos acostumbrados.

Hay una rotunda sentencia de uno de los coordinadores del trabajo, el catedrático de la Universidad de Navarra Ramón Salaverría, que, siendo obvia, da mucho que pensar: «Hoy todo periodismo es digital». Hasta los periódicos o revistas en papel han tenido que adaptarse y volcar sus contenidos en la web para no perder a sus lectores. Así pues, según Salaverría, esa distinción entre digitales y analógicos ya está superada. La diferencia hoy es entre nativos digitales y no nativos. Los primeros nacieron ya con estructuras y sistemas redaccionales propios del nuevo medio, con todo lo que eso tiene de adentrarse en territorio ignoto. Los segundos tienen sus problemas de adaptación, lastrados aún por el peso de sus cabeceras y sus tradicionales maneras de trabajar.

Este ya no tan nuevo escenario da lugar a no pocas reflexiones. ¿Hay más pluralidad ahora, con tal abanico de medios, que cuando las opciones apenas se contaban con los dedos de una mano?  ¿Esta eclosión de nuevos medios refleja una sociedad que, al haber sustituido el bipartidismo por una amplia panoplia de opciones políticas, necesita un abanico casi infinito de posibilidades informativas? ¿Son realmente necesarios tantos medios o asistimos a una reiteración excesiva de cabeceras, apenas distinguibles en sus propuestas?

Resulta paradójico que esta gran diversidad eclosione en un momento en el que todos los analistas consideran que vivimos en una sociedad polarizada. Pero el fenómeno no es nuevo. En momentos históricos de polarización política, también se ha producido esa masiva aparición de medios.

A finales del siglo XX, cuando iban cayendo cabeceras una tras otra –El IndependienteYaEl Periódico de MadridEl SolClaroLa Tarde, El Imparcial…- se miraba con asombro hacia los años de la Segunda República, cuando se vivió una insólita proliferación de periódicos. En 1931, en las seis ciudades españolas más pobladas, llegaban a los quioscos 82 diarios, 30 de ellos sólo en Madrid. Eso sí, entre todos ellos, sólo seis superaban los 100.000 ejemplares. Es cierto que el índice de analfabetismo de entonces limitaba la cantidad de lectores, pero también lo es que a mayor efervescencia política, a mayor politización de la sociedad, mayor número de cabeceras. El hecho de que muchos de aquellos periodistas de la II República fueran militantes de partidos políticos, cuando no diputados con escaño en las Cortes, da idea de la politización de la sociedad. Debió de ser por entonces cuando Azorín anunció que dejaba de leer periódicos, porque de lo importante uno siempre acaba enterándose y de lo que no es importante, mejor no enterarse.

En la situación actual, son frecuentes las quejas por exceso de información. Se argumenta que es imposible llegar a todo. Que es tal la avalancha de información que, en vez de alimentar una sociedad bien informada, lo que se consigue es saturar al lector. Hasta el punto de que, al ser incapaz de digerir tanta noticia, acaba por estar desinformado. Esta sociedad de la dispersión mental aún no ha alcanzado la madurez necesaria para saber que estar bien informado no es leerlo, oírlo, verlo todo. Basta con que elija una opción.

Asistimos a un síndrome de Stendhal informativo, a una sociedad enferma por sobredosis de información, pero lo opuesto –un escenario con menos medios- es mucho peor. A menos pluralidad, menos libertad. Ya lo decía el capitán Beatty de Farenheit 451. «Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, pues le preocuparás; enséñale solo uno». Y, pensándoselo mejor, el jefe de bomberos concluía: «O, mejor aún, no le enseñes ninguno.»

¿Es bueno que en España los lectores dispongamos de 2.894 opciones para informarnos? Yo diría que sí, pero, claro, exige madurez al lector. En la década de los 80, nos asombráramos que en Estados Unidos el ciudadano dispusiera de decenas de canales de televisión. ¿Cómo podían verlos todos? Si nosotros solo teníamos dos y no nos daba la vida. Hoy, cuarenta años después,  disponemos televisiones estatales, generalistas, autonómicas, locales y una panoplia de plataformas a la carta. Es cuestión de elegir.

A propósito de esta inédita pluralidad, Pedro J. Ramírez, director de una de esas 2.894 cabeceras, El Español, opinaba en una reciente entrevista que «ahora el poder de opinar está más distribuido». Y explicaba que él, como «liberal», se siente mejor en una sociedad en la que muchos mandan, o mandamos, o influimos un poco, que en una sociedad en la que pocos mandan o influyen mucho, aunque yo fuera uno de esos pocos».

Bien es verdad que a los periodistas nos beneficia esta situación. «Me gusta este contexto en el que hay que ganarse la diferencia todos los días», apostillaba el director. Ahora bien, el lector debe acostumbrarse al nuevo escenario. Debe aprovecharse de la riqueza de visiones diferentes y sentirse cómodo en esta situación en la que hay que buscar todos los días la mejor opción para estar informado. Eso sí, obliga al lector a pasar de una actitud pasiva ante el gran caudal de noticias y opiniones a una postura activa para distinguir y elegir la mejor opción. Es lo que tiene la libertad, que posibilita elegir, pero, a cambio, exige descartar.

(Artículo publicado en The Objective el 30 de noviembre de 2021)

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Jefes de prensa

Juan Carlos Laviana

«No se puede considerar periodistas a los jefes de prensa. Cualquiera que haya trabajado en los dos frentes sabe que hay una línea invisible que los separa»

Bogart, jefe de prensa del púgil Toro Moreno, en Más dura será la caída.

Jefes de prensa, directores de comunicación, dircoms, relaciones públicas, asesores de imagen, publicistas… La diversidad de denominaciones ya delata que se trata de una función muy poco definida y, por tanto, que se presta a numerosos equívocos. Estamos ante una profesión muy a menudo ejercida por periodistas, pero que, en realidad, poco tiene que ver con el periodismo. La razón de esa distancia entre uno y otro oficio es que los informadores representan a sus lectores, oyentes o televidentes. Sin embargo,  los jefes de prensa sólo representan a sus empresas, partidos políticos, equipos de fútbol u otras entidades con intereses muy concretos, comerciales o ideológicos, que no tienen por qué ser precisamente los de los ciudadanos.

Los jefes de prensa –ellos se denominan «miembros del equipo de comunicación»- han cobrado un inusitado interés público. Digo inusitado, porque suelen desempeñar su labor de una forma discreta, sin más relación con los ciudadanos que a través de los periodistas. Podríamos considerarlos intermediarios entre los intereses de sus entidades  y los de los representantes de los ciudadanos, encarnados, al menos de forma teórica, por los periodistas.

¿Se puede considerar periodistas a los jefes de prensa? En mi opinión, no. Cualquiera que haya trabajado en los dos frentes sabe que hay una línea invisible que los separa. Sin embargo, la mayoría de los jefes de prensa proceden de medios informativos. Durante la Transición, las redacciones se convirtieron en caladeros de los partidos políticos para seleccionar a sus comunicadores. Hay nombres tan notables como los de Fernando Ónega, autor de importantes discursos de Adolfo Suárez;  Eduardo Sotillos, que llegó a ejercer como portavoz del Gobierno de Felipe González; Agustín Valladolid, que trabajó en la comunicación de gobiernos de UCD y PSOE; o Miguel Ángel Rodríguez, portavoz del primer gobierno de Aznar y ahora director del gabinete de presidencia de Ayuso.

Un buen número de mis compañeros, a lo largo de casi cuarenta años de vida redaccional, han pasado por los gabinetes de prensa de ministerios, consejerías autonómicas, concejalías municipales, equipos de fútbol, empresas de los más diversos sectores y, por supuesto, partidos políticos. Los trabajos para la administración tienen una gran ventaja para los periodistas. Sus empresas están obligadas a concederles excedencias, pues consideran su función de interés público, y también a readmitirlos cuando cesan en sus funciones. Eso sí, las empresas suelen vengarse, a la vuelta a la redacción, destinándoles a puestos muy por debajo de los que dejaron a su salida.

La tensión entre los llamados jefes de prensa y los periodistas no es nueva. Su misión es convencer a los periodistas del interés de las comunicaciones de los organismos o empresas para los que trabajan. Los periodistas, anegados de este tipo de informaciones, tienen la misión de no dejarse embaucar y discernir lo que es interesante y lo que no. El choque de intereses es inevitable.

Uno de esos roces suele darse cuando los periodistas que han dado el paso de trabajar para una determinada entidad, favorecen  a sus antiguos medios y castigan a sus antiguos competidores. ¿A quién facilitar una exclusiva? Normalmente, a los más conocidos, aunque solo sea por muy humanos sentimientos de satisfacer a sus antiguos compañeros, que con probabilidad volverán a serlo en el futuro.

Son muchos los casos de periodistas disconformes con las líneas editoriales de sus propios medios y así lo señalan públicamente. En cambio, no conozco un solo caso de  jefes de prensa que se muestran críticos con los organismos a los que representan. Y eso lleva a pensar que están sometidos a una disciplina más férrea. No es imprescindible que el jefe de prensa de un partido sea militante, pero ningún partido elegirá a alguien no afín a sus ideas para representarlo. Igual que el Real Madrid no va a elegir a un antimadridista como comunicador del club (sin ir más lejos, Antonio García Ferreras, que fue director de comunicación de Florentino Fernández,   nunca ha ocultado su pasión merengue dentro y fuera de la casa blanca). O que la Conferencia Episcopal no dejará en manos de un ateo su comunicación, o que la Casa Real no delegará en un republicano la imagen de la institución.

Así que debemos deducir que en los jefes de prensa hay un factor ideológico que no se da más que en algunos periodistas de carnet. Desconozco la procedencia de los equipos de comunicación de PSOE, Unidas Podemos, ERC, PNV, EH Bildu, Junts, PDCat, Más País-Equo, CUP, Compromís, BNG y Nueva Canarias, que pidieron retirar la acreditación de determinados medios. Pero estoy seguro que en su mayoría son afines a los partidos que los representan.

La petición de estos jefes de prensa ha provocado múltiples reacciones. Hay quien dice que constituye un ataque a la libertad de expresión. Y hay quien sostiene que determinados periodistas transgreden las mínimas normas que deben guiar el ejercicio de la profesión. Lo cierto es que, como bien afirmaba Carlos Sánchez en El Confidencialestamos ante una guerra entre periodistas. Pero sólo a los periodistas y a los lectores, y en ningún caso a los políticos, corresponde decidir quién puede ejercer el oficio y quién no.

Parece necesaria una regulación de las funciones de los jefes de prensa, especialmente en el caso de la política. No hay que olvidar que su trabajo se considera una función de interés público, con las ventajas e inconvenientes que eso conlleva. Las funciones y el comportamiento de los periodistas, en cambio, ya están suficientemente regladas por el artículo 20 de la Constitución y por el Código Penal. Cualquier veto, por motivos ideológicos,  sería una limitación de la libertad de expresión.

Cada vez que se plantea el asunto, me viene a la cabeza una película que representa muy bien esa tensión entre el periodista y el jefe de prensa. Se trata de Más dura será la caída (Mark Robson, 1956).  Humphrey Bogart encarna a un periodista deportivo en horas bajas que acepta convertirse en relaciones públicas de un boxeador artificialmente encumbrado por un gánster. El personaje de Bogart organiza campañas publicitarias, inventa eslóganes, construye una historia falsa para convertir al púgil en una gran celebridad. En realidad, en un monigote al servicio de intereses espúreos. Cuando sus compañeros periodistas le preguntan cómo se puede dedicar a eso, responde;  «Sí, esa propaganda la escribí yo…  también tengo que comer».  

(Publicado en The Objective el 14 de diciembre de 2021)

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Maldecirás las fiestas

Más allá del Negrón/ El creciente rechazo a las celebraciones, políticas o religiosas, amenaza las tradiciones que conforman nuestra cultura

Juan Carlos Laviana

Mis hijos nunca han sido demasiado sociables. Yo tampoco lo era a su edad. La familia para ellos era más una obligación protocolaria que un motivo de celebración. A regañadientes, iban a ver a la abuela, visitaban a los tíos o confraternizaban con los primos. Han cumplido 18 y no solo son ellos los que nos empujan ahora a las reuniones familiares, sino que nos reprochan que celebremos la Navidad de forma tan fría, abandonando los ritos propios de estas fiestas. Son ellos los que nos apremian a colocar el belén, a instalar las titilantes luces navideñas o a preparar un menú especial para la ocasión. Todo hace indicar que han descubierto, a sus 18 años, la necesidad de la tradición. Es decir, la necesidad de rellenar el hueco que toda persona ha de cubrir para saber de dónde viene.

Asistimos a una desbordante corriente no ya de no celebrar las fiestas tradicionales, no digamos de santificarlas, sino de maldecirlas. El muy debatido documento de la UE, que tanto ha dado que hablar en los últimos días, marcaba unas pautas para los funcionarios europeos para comunicarse de forma “integradora”. Sugería, por ejemplo, sustituir expresiones  como “periodo navideño” por “periodo de vacaciones”. No es nuevo. Hace años que se viene reclamando sustituir las fiestas de Navidad por las del solsticio de invierno. Sorprende que se plantee en una Europa de innegables “raíces cristianas”, aunque se haya eludido la mención expresa en su Constitución de 2004.

Esta corriente de dinamitar las tradiciones ha llevado al novelista Carlos Mayoral a escribir en la web literaria “Zenda” un artículo titulado “La Navidad es facha”. Menciona un estudio de la Universidad de Oxford que sostenía, a propósito del “Cuento de Navidad” de Dickens, que el relato demostraba que la festividad “trascendía ya el mero efecto religioso y las virtudes que reclamaba, véanse la solidaridad, la benevolencia o la gratitud”. Mayoral daba cuenta de cómo no han sido pocas las voces que se han sentido identificadas con el documento de la UE y que incluso alguna pedía acabar con la Navidad de una vez por todas, “porque había sido potenciada por el régimen de Franco”. Olvidan que la dictadura también potenció, por ejemplo, el Primero de Mayo y no por ello se deja de celebrar.

El debate se aviva entre los que defienden el carácter religioso de estas fiestas, los que denostan su confesionalidad o los que repudian su carácter consumista. Mientras tanto, no hay quien encuentre una mesa para celebrar la tradicional comida de empresa, en los tradicionales mercadillos navideños no cabe un alma más y en las zonas comerciales se vive el tradicional frenesí propio de estas fechas.

Ya no solo es la Navidad. El pasado lunes, fiesta nacional que conmemora la aprobación de la Constitución, no han sido pocos los que han alegado que no había nada que celebrar, y los que han recordado la archicitada canción de Brassens: “El día de la fiesta nacional yo me quedo en la cama igual”. Los partidos nacionalistas, como ya es tradición, se quedaron en la cama y no acudieron a los actos conmemorativos. Durante años, funcionarios catalanes sí se levantaron yendo a sus puestos de trabajo en señal de protesta,  pese a ser festivo.

Un poco más atrás en el calendario, el doce de octubre, fiesta de la Hispanidad –antes de la raza- volvieron a alzarse las voces contra tal celebración hasta el punto de que algunos países hispanoamericanos, encabezados por Venezuela, decidieron llamarle el «Día de la Resistencia Indígena». Llámese como se llame, de lo que no hay duda es de que el hito de la llegada de Colón a América supone un cambio tan radical para la Humanidad que no recordado sólo puede responder a la ignorancia.

El problema es que esta nuestra sociedad pretende acabar con todo lo que suene a tradición. Hasta se ha convertido en un término peyorativo, pese a no significar otra cosa, según la RAE, que “transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación”. Se pretenden suprimir las tradiciones sin tener una alternativa para reemplazarlas.

El abandono de las esencias grecolatinas de nuestra sociedad es otra muestra más del rechazo a lo precedente. A este paso, pronto olvidaremos de dónde venimos. No sabremos que hoy es un jueves -gracias a Júpiter- de diciembre -porque era el décimo  mes del calendario latino-. Y, ya se sabe, una sociedad sin fundamento, al igual que una planta sin raíces, es una sociedad muerta.

(Artículo publicado en La Nueva España el 9 de diciembre de 2021)

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Los muertos y el periodista Óscar Martínez

Así trabaja un reportero en El Salvador, «uno de los lugares más violentos del mundo»

JUAN CARLOS LAVIANA

(Publicado el 15 Nov 2021 en Zenda)

Vértigo y emoción de la crónica periodística

Óscar Martínez (San Salvador, 1983) es el jefe de redacción de una sección muy especial del diario El Faro, el digital más influyente de Latinoamérica. La sección lleva el tan inquietante como sugestivo nombre de La Sala Negra y se define como una unidad de investigación sobre violencia. Desde España podría sorprendernos tanta atención a lo que aquí llamamos «sucesos». Basta echar un vistazo a las cifras de muertes violentas en el país para entender la importancia de ese departamento. Como muestra, un ejemplo: en el muy violento 2019 hubo en El Salvador un promedio de 6,6 homicidios al día, un total de 2.398, en un país de apenas 6 millones y medio de habitantes. Para hacerse una idea, en España, con diez veces más población, se registraron 333 asesinatos en el mismo periodo. Esos datos convierten a El Salvador en uno de los países más peligrosos del mundo. En el primer semestre de este 2021, ya eran 658 los homicidios.La editorial Anagrama acaba de publicar, dentro de su imprescindible colección Crónicas, el último libro de Óscar Martínez. El título no deja lugar a dudas: Los muertos y el periodista. «La idea —explica el autor— es hilvanar el asesinato de tres de mis fuentes con el oficio periodístico y las lecciones que he aprendido tras más de diez años de no retirar los ojos de la violencia en uno de los lugares más violentos del mundo».

Martínez lo cuenta con el vértigo y la emoción propios de una crónica de sucesos. Es la prosa a la que está acostumbrado en sus artículos. Su estilo es descarnado, sobrecogedor, comprometido hasta el punto de que el periodista acaba por ser parte de las propias historias. Se desnuda en un intento de reflejar la realidad circundante y cómo se ve afectado por ella: «En estas páginas —explica— encontrará lo que sé sobre cubrir violencia. Lo que sé son estos errores, estas abundantes dudas y escasas certezas».

¿Qué es una pandilla?

Una muestra de su estilo queda reflejada en esta explicación tan precisa de lo que son las pandillas, esos grupos violentos que ocupan la parte principal del trabajo de la Sala Negra. «La gracia del pandillero es ser tumulto —aclara—. Cuando 30 hombres, la mayoría de ellos jovencitos, controlan comunidades de miles de salvadoreños, incluidos algunos que combatieron en la guerra civil, no lo logran porque sean más fuertes uno a uno. Lo logran porque son unos pocos, pero locos, como dicen. Unos pocos, pero dispuestos a todo. Y los otros son unos muchos que no están dispuestos a tanto. Un pandillero sólo es un hombre con tatuajes que puede estar dispuesto a todo, pero al fin y al cabo sólo un hombre de tristes circunstancias».»El periodista, efectivamente, se asoma al abismo. Se siente implicado y se indigna con la normalización de la tragedia»

Óscar Martínez encabeza el libro con la conocida cita de Friedrich Nietzsche en s allá del bien y del mal: «Aquel que lucha con monstruos debe cuidar de no convertirse él mismo en un monstruo. Cuando miras largo tiempo dentro del abismo, el abismo mira dentro de ti».

El periodista, efectivamente, se asoma al abismo. Se siente implicado y se indigna con la normalización de la tragedia. «Debido a que en los noticieros del país hay asesinatos casi siempre —cuenta—, esos programas están catalogados “para mayores de edad” por el Ministerio de Gobernación. Los sucesos nacionales no son aptos para niños, pues».

Y se indigna, sobre todo, con el rutinario ejercicio del periodismo. «El periodismo —escribe—, como la gente que sufre la violencia en los barrios más bravos, también se acostumbra, normaliza, nombra. Pero, a diferencia de esas gentes, a quienes les va la vida en ello, el periodista muchas veces lo hace por pereza a investigar, por presión de publicar, por incomprensión del oficio».

Entender, dudar, contar…

Explica su concepción del oficio, lo que es y lo que deja de ser la profesión, en una definición que debería estar en los manuales. «Nuestro trabajo no es estar en el lugar indicado a la hora indicada —advierte—. Ese es el trabajo de los repartidores de pizza o de los trenes. Nuestro trabajo no es decir cosas. Nuestro trabajo son otros verbos: entender, dudar, contar, explicar, desvelar, revelar, afirmar, cuestionar. Ninguno de esos verbos se alcanza solo con lo que sale de la boca de un policía tras un “enfrentamiento”. Pero tantos parecen aceptarlo con tanta normalidad».»Óscar Martínez ofrece sus respuestas a cuestiones que a diario se plantean los reporteros en todo el mundo. ¿Ser un lobo solitario o colaborar con los colegas?»

Otro reproche a la profesión es esa altanería de criticar a diestro y siniestro, sin darse cuenta de que primero debiera sacarse la paja del propio ojo. «Es curioso —resalta—, pero casi todo lo que este gremio reclama a los malos políticos lo imitan los malos periodistas. Estos verbos: inflar, distorsionar, descontextualizar, simplificar, inventar, minimizar, malograr. Mentir. Todos cunden en el oficio. Y la mayoría pasamos de jóvenes por esas máquinas de simplificar que son generalmente los diarios. Y la mayoría se anquilosa y envejece ahí, como costras de barco sin rumbo. Pero bajarse no es fácil: el mar es bravo si no tenés un armatoste donde flotar. En fin…».

Óscar Martínez ofrece sus respuestas a cuestiones que a diario se plantean los reporteros en todo el mundo. ¿Ser un lobo solitario o colaborar con los colegas? «Un periodista —responde— no puede hacer su carrera sin ayuda de otros periodistas. Pero tampoco puede hacerla siguiendo a los periodistas. Un montón de periodistas viendo desde el mismo ángulo es al menos una situación para dudar… Qué decir de una escena con cuatro cadáveres».

«No lo repitan, cuestiónenlo»

Reacciona contra las frases hechas, contra los tópicos que florecen en esta profesión tan aficionada a los lugares comunes. «Creo que ser periodista no es el mejor oficio del mundo. Eso es ya un eslogan. No lo repitan, cuestiónenlo». Y añade: «Prefiero lo que dijo Guillermoprieto, que es un oficio que te da un privilegio inmenso y una enorme responsabilidad: atestiguar el mundo en primera fila. Aunque, a veces, casi siempre, el espectáculo sea nefasto. Esto último lo digo yo».»El periodista salvadoreño también ofrece su visión, siempre matizando que es su visión particular, de a lo que debe aspirar el reportero»

El libro está salpicado de alusiones a las voces más idolatradas por la profesión, y Martínez, en una autocrítica generalizada, sostiene que no hay que endiosar a los periodistas, que todos tenemos defectos en esta profesión de endiosados y deberíamos reconocerlos. «Creo que [el fotógrafo Kevin] Carter fue débil, al menos en esto: escuchó a newyorkers acomodados que le quisieron explicar desde Manhattan qué era ser un buitre en una hambruna africana. Kapuściński fue cínico a veces: contó como testigo en el lugar donde no estuvo. Capote tenía la extraordinaria capacidad de interesarse con igual intensidad y el mismo día en las historias de un asesino que en un cóctel con baile». Y concluye: «Todos imperfectos, todos incoherentes por ratos, dudosos, cínicos. Todos muy gente».

No todo van a ser críticas. El periodista salvadoreño también ofrece su visión, siempre matizando que es su visión particular, de a lo que debe aspirar el reportero. «A mí —y recalco ese “A MÍ”— no me importa mucho si ese periodista lo hizo porque es un buscador de la justicia o porque quiere ser famoso. A mí me importa mucho si lo hizo bien. ¿Fuiste? ¿Volviste? ¿Fuiste lo suficiente? ¿Viste, oliste, escuchaste, sentiste? ¿Anotaste, grabaste? ¿Podés demostrar? ¿Puedo seguir el rastro de tu investigación? ¿Encontraste? ¿Con cuántos hablaste? ¿Te faltaron fuentes? ¿Insististe al asesino? ¿Cuestionaste a la viuda? ¿Dudaste del padre? Nunca preguntaría: ¿lo salvaste? ¿Lo hiciste sentir bien? ¿Incomodará a los lectores?».

La curiosidad debe ser el motor que mueva al periodismo. Y ese es el caso de Óscar Martínez. «Hambre y sed, así vivo el periodismo, con hambre y con sed todo el puto rato —confiesa—. Nunca satisfecho. La curiosidad es un animal insaciable. Se sacia. Duerme un rato. Se levanta y pregunta: Y hoy, ¿qué comeré?».

Sería misión imposible dejar registro de todas las reflexiones sobre el periodismo que brujulean por las páginas de Los muertos y el periodista. Quedémonos con una que puede resumir todas y que responde a la pregunta decisiva: ¿qué es el periodismo? «Son mis márgenes asumidos: ser obstáculo y dejar registro, atrapar momentos. Cambiar cosas es la utopía. Tener dudas es la esencia, el motor primario, la incomodidad constante, la búsqueda sin fin».

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Autor: Óscar Martínez. TítuloLos muertos y el periodistaEditorial: Anagrama. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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Reflexiones sobre periodismo desde El Salvador

Óscar Martínez ofrece un amplísimo abanico de ideas sobre la práctica del periodismo. Algunas, propias, y otras sacadas de periodistas notables a los que admira. Esto es sólo una muestra:

  • «La verdad oficial es una mentira con corbata. Desanudar una corbata mal amarrada es molesto, pero con paciencia siempre se logra».
  • «La libreta es la biblia; la grabadora, la homilía».
  • «Decir “los lectores” es tan demagógico como cuando los políticos dicen “el pueblo”».
  • «Hacer que lo importante sea interesante” (Cita de Tomás Eloy Martínez)
  • «La ira, creo, es una de las sensaciones periodísticas más delicadas y habituales: puede llevarte extasiado a lugares donde no viaja la mesura; puede conducirte durante una investigación a hacer estupideces que rozan entre lo auténtico y lo delictivo…»
  • «Mis preguntas son brutales porque la búsqueda de la verdad es como una cirugía. Y las cirugías duelen. La mayoría de mis colegas no tienen valor de hacer las preguntas correctas». (Cita de Oriana Fallaci)
  • «La búsqueda de respuestas a preguntas complejas es sin duda una de las piedras filosofales del oficio. Acercarse a una maraña y convertirla en una explicación».
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La Gran Decepción

Más allá del Negrón/ Un nuevo fenómeno presagia un cambio radical en nuestra vida y nuestra sociedad

Juan Carlos Laviana

Abrumado por el estrés, fueron muchas las veces que estuve a punto de tirar la toalla. De dejar atrás un trabajo vocacional, pero demasiado absorbente. De dejar atrás una gran ciudad enloquecedora. De dejar atrás un estilo de vida tiranizado por la profesión. La vez que más cerca estuve de pegar el portazo, tenía en mente fugarme a algún sitio de Cantabria –nunca supe por qué Cantabria y no Asturias-. La idea era abrir una pequeña librería con la que obtener un mínimo sustento y vivir de acuerdo a unas necesidades mínimas. No de acuerdo a un muy buen salario que excedía mis necesidades, a un estatus social que no aportaba mayor satisfacción ni a una profesión que más que un trabajo era una forma de vida.

No lo hice. Nunca sabré si por miedo o porque la vocación profesional tiraba demasiado. De haberlo hecho, me hubiera convertido en pionero de un fenómeno muy inquietante que puede revolucionar la sociedad tal y como la entendemos hoy en día. Ya tiene nombre, mejor dicho, tiene muchos nombres como todo fenómeno que no acaba de concretarse. La gran renuncia, la gran dimisión, la gran remodelación, el gran agotamiento. Lo que sí no deja lugar a dudas es el adjetivo “gran” que precede a todos los intentos para precisar esta corriente.

Los datos que llegan de Estados Unidos son alarmantes. Alrededor de cuatro millones de personas dejan de engrosar cada mes la población activa. Y lo hacen de forma voluntaria. Eso es lo que dicen los expertos al comprobar que esas personas no buscan trabajo de forma activa tras abandonar sus empresas. ¿A dónde irán? El dato reciente, del pasado mes de septiembre, es cuando menos llamativo y muy significativo en un país con 320 millones de habitantes. Y aún hay más. La mayoría de esos desertores del mercado laboral –un 20 por ciento- se encuentran en la franja de edad más productiva, entre los 30 y 45 años.

Los analistas más conservadores atribuyen el fenómeno a las ayudas ofrecidas con motivo de la pandemia tanto por la administración de Trump como la de Biden. Más de diez millones de norteamericanos han recibido tres cheques por la nada desdeñable cantidad de 1.200, 600 y 1.400 dólares. Estos analistas consideran que las ayudas lo que hacen, en realidad, es que el trabajador compruebe que le es más rentable vivir con el subsidio que no trabajando. En suma, que desincentivan la búsqueda activa de empleo.

Pero las ayudas ya se han acabado y el fenómeno sigue. Lo que hace pensar que el fenómeno es más profundo.  Lo que muchos ciudadanos están comprobando es que su trabajo o su carrera no satisfacen sus ansias personales. Vamos, que vivir para trabajar,  en lugar de trabajar para vivir,  no da la felicidad.  Y no sólo. La pandemia –que parece revivir una y otra vez- nos han demostrado la fragilidad de nuestras vidas. ¿Quién no ha perdido a una persona de su entorno desde marzo de 2020? El día de mañana no está en absoluto garantizado. ¿Para qué trabajar para el futuro, sacrificando el presente, si tal vez mañana ya no estemos aquí?

Las consecuencias económicas de la Gran Renuncia –los norteamericanos lo escriben con mayúsculas- no se han hecho esperar. El pasado verano había en Estados Unidos 11 millones de puestos de trabajo sin ocupar. De seguir este ritmo, el sistema económico puede colapsar. De hecho, ya se perciben los primeros síntomas.

El fenómeno no ha llegado a España con tanta fuerza. Pero sí comienzan a percibirse síntomas preocupantes. La escasez de mano de obra es ya un serio problema. Según datos de octubre, con una de las tasas más altas de paro de Europa, en nuestro país hay 300.000 empleos que las empresas no han logrado cubrir. Y otro síntoma, la población inactiva –aquellos que ni tienen empleo ni lo buscan- alcanzó en 2020 cotas históricas.

Estamos ante un problema económico, pero, sobre todo, ante un problema psicológico. El presente es frustrante –trabajos precarios, condiciones leoninas, ausencia de expectativas…- y, por si fuera poco,  el futuro ha dejado de ser atractivo. Vivimos en un estado de frustración permanente y la frustración lleva a la depresión. El 20 por ciento de los españoles padece problemas mentales según el Gobierno.

De momento, tanteamos salidas: volver a ocupar la España vaciada, bajarnos del caballo desbocado en el que se ha convertido el mundo laboral, vivir al día. Dirán que son problemas de ricos –que ya les gustaría tener en África-, pero problemas a fin y al cabo.

(Artículo publicado en La Nueva España el jueves 2 de diciembre de 2021)

Destacado

Raúl Rivero, el periodista que “escribió sin mandato” en la dictadura castrista

OBITUARIO/ Su empeño era «ejercer esta profesión para servir a la sociedad y a la democracia con limpieza, con obsesión por la verdad y con amor a la palabra».

Juan Carlos Laviana

(Publicado en El Español el 6 noviembre, 2021) 

«Por qué, Adelaida, me tengo que morir/ en esta selva/ donde yo mismo alimenté/ las fieras/ donde puedo escuchar hasta mi voz/ en el horrendo concierto de la calle».

Estos versos de Raúl Rivero fueron leídos en la antigua sede del diario El Mundo el 10 de diciembre de 2003. Se celebraba la entrega de los segundos premios de periodismo José Luis López de Lacalle y Julio Fuentes. Los premiados en la categoría de columnistas no pudieron acudir. Ambos estaban encarcelados en sus países. El periodista marroquí Ali Lmrabet, en Rabat; el periodista cubano Raúl Rivero, en La Habana.

Entre el público asistente al acto, se encontraban los entonces candidatos a la presidencia del Gobierno español, Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero. Tras escuchar las conmovedoras palabras del disidente cubano represaliado por Fidel Castro, ambos se comprometieron, ante los familiares presentes de los dos periodistas presos, a «hacer todo lo posible» para conseguir su libertad.

Abandonó cualquier relación con el periodismo oficial, que calificó como «ficción sobre un país que no existe».

Un año después, en diciembre de 2004, tras arduas gestiones desde el periódico y desde el Gobierno español, ya presidido por Zapatero, ambos estaban en libertad. La labor de Trinidad Jiménez, secretaria de Relaciones Internacionales del PSOE, también fue fundamental. Rodríguez Zapatero utilizó unas palabras del poeta en su libro Sin pan y sin palabras, para explicar los motivos de su encarcelamiento: «a tenor del acta de acusación contra Rivero, su principal delito ha sido escribir sin mandato».

El joven Raúl Rivero se había entregado, como tantos otros, a la causa de la Revolución, que vio triunfar con solo quince años. Como recuerda en el poema que encabeza en este obituario: «yo mismo alimenté a las fieras». Se licenció en una de las primeras promociones de periodismo de la Universidad de La Habana. Fundó la muy influyente revista cultural El Caimán barbudo en 1966. Trabajó para el medio oficialista Juventud Rebelde. Y, más tarde, se incorporó a la agencia gubernamental Prensa Latina, de la que llegó a ser corresponsal en la decisiva plaza de Moscú entre los años 73 y 76.

Volvió a Cuba, donde siguió trabajando para la agencia como responsable de la información de cultura y de ciencia. Pero pronto se fue desencantando. En 1989 dio el paso decisivo al abandonar la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, registro oficial de control por parte de la dictadura. Empezó a ejercer una oposición activa al castrismo. Dos años después, en 1991, firmó junto con otros colegas la llamada Carta de los intelectuales, en la que se exigía a Fidel Castro la liberación de los presos políticos.

Ese mismo año abandonó cualquier relación con el periodismo oficial, que calificó como «ficción sobre un país que no existe». Fundó su propia agencia de noticias, a la que llamó Cuba Press y participó en la creación de la primera asociación de periodistas cubanos independiente del Gobierno. Ejerció un periodismo crítico y se convirtió en portavoz de los defensores de la libertad de expresión en la isla.

Las continuas denuncias, amenazas y detenciones presagiaban lo que iba a ocurrir poco después. El régimen no toleraba la menor crítica. En 2003, estalló la llamada Primavera negra, paradójica forma de llamar a los masivos arrestos de detractores de la dictadura. Las decenas de disidentes detenidos por motivos de conciencia fueron bautizados como ‘El grupo de los 75’. Entre ellos, estaba Raúl Rivero, condenado a 20 años de prisión. Otros compañeros fueron condenados a muerte.

La lectura de la sentencia da idea de la desproporción de la pena. Se le acusaba de crear la agencia Cuba Press, «la cual agrupaba a varios de estos elementos contrarrevolucionarios (…) y por medio de la cual se difundían falsas noticias sobre la situación actual en nuestro gobierno, en cumplimiento con las indicaciones recibidas por el gobierno norteamericano». Se añadía la acusación de «realizar actividades subversivas encaminadas a afectar la independencia e integridad territorial de Cuba, escribir contra el gobierno, haberse entrevistado con James Cason, un diplomático estadounidense, y haber organizado reuniones subversivas en su domicilio».

Rivero pasó un año y medio en la cárcel en condiciones penosas. Adelgazó más de 30 kilos. Las presiones ya se habían convertido en un clamor internacional. En una carta enviada a La Habana por el entonces presidente español, Zapatero –uno de los actores clave en la liberación, junto con el entonces director de El Mundo– citaba a Rivero al afirmar que «el periodismo es un patrimonio de todos los hombres de la Tierra y el derecho a opinar, una maravilla que nos distingue de los bueyes y los corderos».

El régimen se vio obligado a aplicar al escritor lo que se dio en llamar «licencia extrapenal» por motivos de salud. Lo primero que manifestó el poeta al salir de presidio fue manifestar su agradecimiento: «Siento una gratitud eterna a los políticos y periodistas españoles».

Zapatero citaba a Rivero al afirmar que «el periodismo es un patrimonio de todos los hombres de la Tierra y el derecho a opinar, una maravilla que nos distingue de los bueyes y los corderos».

Pronto anunció su decisión de abandonar el país, a lo que por otra parte, le obligaba el régimen. «No puedo trabajar con la espada de Damocles, porque no tiene sentido», aseguró. Decidió instalarse en España. Su llegada a la redacción de El Mundo fue todo un acontecimiento. Por fin, pudo recoger su premio. Siempre acompañado de su esposa, fue uno más en el periódico, con el que colaboró durante años, al igual que el también premiado Ali Lmrabet, con quien estableció una estrecha amistad, unidos sin duda por las penalidades sufridas por no ser sumisos a los regímenes de sus países.

En el Máster de Periodismo de El Mundo, explicó a los jóvenes periodistas cómo había entendido él la profesión, como había buscado «ámbitos de libertad, espacios para decir la verdad y expresar mi opinión, en medio del entramado policial de un Estado totalitario». Su empeño era «ejercer esta profesión para servir a la sociedad y a la democracia con limpieza, con obsesión por la verdad y con amor a la palabra». A lo que añadió: «Esa ha sido la mejor lección de mi vida».

Pasados los años, Raúl Rivero, pese a que le fue concedida la nacionalidad española, cayó en cierto olvido. Dejó de escribir para El Mundo y la enfermedad –un enfisema- empezó a hacer estragos. Finalmente, decidió instalarse en Miami junto con su familia y sus amigos cubanos del exilio. «Nunca se pudo recuperar físicamente de todo el daño que le hizo el régimen cubano», explicó la viuda tras conocerse la noticia de su muerte.

***Raúl Rivero nació en Morón, Ciego de Ávila (Cuba) el 23 de noviembre de 1945 y murió en Miami (Estados Unidos) el 6 de noviembre de 2021. Estaba casado con Blanca Reyes Castañón.

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De las cartas al director a los comentarios de no se sabe quién

«Hemos regalado a las redes, además de muchos de nuestros contenidos, nuestra capacidad de relación con el lector, con lo que eso conlleva»

(Publicado en The Objective el 3 de noviembre de 2021)

Juan Carlos Laviana

John Oakes, responsable de las páginas editoriales del New York Times entre 1961 y 1976, debería ser una referencia para los actuales jefes de opinión. A él debemos la transformación de su sección en la «Dama gris», que serviría de modelo durante décadas para periódicos de todo el mundo. Su intención era reducir las columnas del propio rotativo para ofrecer espacio a las voces ajenas, preferiblemente de no periodistas. Y, muy en especial, para dar entidad a las cartas al director, «con la intención de ofrecer la oportunidad de expresarse en el Times a pareceres ajenos a la cabecera».

Cuenta Ruth Adler, en el clásico Un día en la vida de The New York Times, que Oakes estaba abrumado por los muchos pareceres y protestas que le transmitían desde diferentes ámbitos. Solía zanjar los reproches de forma lacónica: «Escribe una carta al editor». Frase que, por cierto, se ha repetido una y otra vez en todas las redacciones para quitarse el problema de encima. Los lectores del Times atendían la sugerencia a razón de 30.000 epístolas por año.

Oakes definía la sección de cartas como «un intercambio de opiniones informadas, un vehículo para un debate serio sobre asuntos públicos». Las cartas seleccionadas para su publicación obedecían, generalmente, a un criterio de proporcionalidad entre los pros y los contras del asunto tratado. Eso sí, siempre se daba prioridad a aquellos debates controvertidos en los que el periódico había adoptado una postura contundente. Consideraba importante dar voz a las opiniones que diferían de la línea editorial del Times, lo que, a su acertado parecer, enriquecía el periódico. Su interés por la opinión de los lectores era tal que, según relata Adler, a la hora de distribuir el espacio de su sección, primero colocaba las cartas y, en torno a ellas, iba ubicando los diferentes artículos o columnas en el espacio que quedaba disponible.

Con la transformación de la prensa, de analógica a digital, ha surgido en la profesión un irracional rechazo a las lecciones que la historia del periodismo ofrece. Da la impresión de que se hubiera trazado una línea infranqueable entre el periodismo de antes y el periodismo de ahora. Hay auténtico terror ya no a ser ‘viejuno’, sino a parecerlo. Se ignora que el cambio de envoltorio no debe conllevar ni un deterioro, ni un perjuicio, ni un desprecio por el contenido de ese paquete bien envuelto que seguimos llamando, a falta de un nombre más preciso, diario o periódico pese a que ya no tenga periodicidad.

Las cartas al director hoy son un elemento residual en la prensa. Tal vez, para actualizarnos, deberíamos cambiar el nombre por el de e-mails al director o mensajes a la redacción.  En los periódicos de papel, se arrinconan, casi como un recurso para encajar las columnas o artículos. Cuando las tribunas son demasiado largas, ni siquiera tienen cabida. «Dame unas cartas para calzar el artículo» es una expresión que se repite con frecuencia. Es verdad que entre los mensajes que llegan es difícil encontrar mirlos blancos, pero no por eso hay que despreciarlos. No hace tanto, se encargaba al becario escarbar en una inmensa carpeta de misivas grapadas a sus sobres en busca de cartas que no fueran repetitivas o insultantes y que aportaran algún punto de vista interesante a los debates abiertos. Cuando no encontraba algo digno de ser publicado, el propio becario escribía las cartas.  

En los digitales, se han sustituido las cartas por los comentarios, por lo general mucho menos interesantes y edificantes. La misma palabra lo dice. Una carta exige reposo a la hora de ser escrita. Un comentario, en cambio, se escribe en caliente, normalmente provocado por el fragor de la indignación. Se filtran para evitar exabruptos o infamias, pero no se editan: ni se seleccionan, ni se corrigen. Aportan tan poco que algunos medios las sustituyen por valoraciones en forma de estrellas o pulgares hacia arriba o hacia abajo. Otros, directamente, han optado por eliminarlos.

Hay una figura que vivió su esplendor hace décadas y que ahora resultaría de gran ayuda en los diarios digitales. Se trata del ombudsman o defensor del lector. Hoy son ya pocos los medios que disponen de esa figura. Y en los digitales, que se sepa, ni siquiera se han planteado incorporar tal función. Tiene problemas, es cierto. No está la economía de los medios para, además de ingenieros, seos, curatorscommunity managers y tantos otros, sumar a sus equipos a alguien de esas características. Es difícil encontrar esa figura independiente que defienda al lector de la redacción y de la empresa. Por si estos fueran pocos motivos, resulta un incordio difícil de asumir en estos tiempos acelerados.

El resultado es que paradójicamente la relación del diario con el lector es hoy, cuando la interacción resulta más fácil que nunca, poco fluida. Ya no quedan más procedimientos para recibir el feedback de los lectores –y no digamos para darles voz que las estadísticas de clics que recibe cada noticia o artículo, o las que determinan el tiempo de lectura.

Bueno, sí, en puridad, queda otra vía de comunicación, que es igual para todos, pero ajena a los propios medios. Y, sobre todo, es tan poco fiable como distorsionadora: la repercusión en las redes sociales.

Haber dejado la interacción del lector con el medio en manos de las redes sociales acarrea no pocos problemas. Llevamos el debate sobre nuestras opiniones o informaciones fuera de nuestro territorio, y se lo ofrecemos gratis a los grandes monstruos de Internet. Además, el diálogo ya no se produce con la cabecera, sino directamente con el periodista. Y, en las redes, el periodista evita a menudo representar al medio para el que trabaja –«las opiniones son solo mías» o «no me represento más que a mí mismo» se suele leer en los perfiles-, arrebatando así el protagonismo a su mancheta.

La principal razón por las que los usuarios recurrimos cada vez más a las redes es muy simple: se nos hace más caso.  Sólo hace falta ver la profusión de quejas y reclamaciones en las redes. Las empresas temen que airear sus errores en público dañe su imagen y responden de inmediato. El usuario sabe que su reclamación sobre una línea telefónica, un billete de tren o un deficiente servicio en un restaurante se solucionará en el instante si se denuncia en las redes, mientras que recurrir a la hoja de reclamaciones o al teléfono de atención al cliente caerá en vía muerta.

Lo mismo nos ocurre a los medios. Hemos regalado a las redes, además de muchos de nuestros contenidos, nuestra capacidad de relación con el lector, con lo que eso conlleva. Hemos canjeado el «intercambio de opiniones informadas», del que nos hablaba John Oakes, por la algarabía de Twitter. O por «la magnificación del odio y la desinformación para generar más ingresos» que practica Facebook, según hemos sabido recientemente.

No seré yo el que defienda una vuelta a las cartas al director en una época en la que la correspondencia –magnifica palabra- ha caído en desuso. Pero tal vez debiéramos recuperar el espíritu de aquellas cartas, de aquel exponer opiniones ajenas, de aquel abrir los periódicos al debate.  Podríamos empezar por darle voz al lector en nuestra cabecera, más allá de los likes, los rankings de noticias más comentadas o las tan poco fiables encuestas de Internet. Y, sobre todo, lo más lejos posible del tótum revolútum de las redes sociales.

@j_c_laviana

Director de Nueva Revista. Escribe en La Nueva España, El Español y Zenda. Fue fundador y director adjunto de El Mundo. Autor de ‘Los chicos de la prensa’.

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Las lenguas y la industria

Más allá del Negrón/ Las razones económicas detrás de la exigencia de Gabriel Rufián de más Netflix en catalán

Juan Carlos Laviana

A muchos les indigna que ERC, para aprobar los presupuestos, pida que Netflix, y las demás plataformas, produzcan películas y series en catalán. Han conseguido tanto, dicen, que ya no tienen más que pedir. A mí, la verdad, me da un poco de envidia. No porque quiera Netflix en asturiano –cómo cuesta no decir bable-, sino porque ignoro qué ha pedido Barbón para apoyar los mismos presupuestos. Mientras las peticiones de Rufián han sido noticia nacional, las de nuestro presidente -supongo que las ha habido- no han merecido ni un triste breve.

¿Es Barbón de peor madre que Rufián? ¿Somos los asturianos representados por él de peor madre que los catalanes representados por el líder de Esquerra? Espero que no, aunque nadie lo diría visto lo visto.

Aún se puede ver en salas, al menos de Madrid, y en Movistar Plus –otra plataforma-, la última película de Santiago Segura, que lleva el sugestivo título de “A todo tren. Destino Asturias”. Digo sugestivo no sólo porque recuerde las penalidades ferroviarias para llegar al principado, que también. Lo digo, sobre todo, porque se trata de una película realizada “con el apoyo” del gobierno regional, según figura en los créditos. Y, siendo así, me pregunto si, siguiendo el criterio de Rufián, no se debería haber rodado la película en asturiano. Y, la verdad, no veo la necesidad de escuchar a Santiago Segura en otra lengua que no sea el español.

Más allá de lo anecdótico, “El Periódico de España” publicaba hace unos días que, tras el interés de Rufián por “blindar el catalán” en las plataformas, hay una razón mucho menos cultural y desinteresada: la económica. El dinero parece estar siempre detrás de todo. Cataluña producía hace diez años el 50 por ciento de las películas españolas. En la actualidad, sólo el 31. Es un síntoma del trastorno económico que ha supuesto el “procés”.  La industria del cine en Cataluña atraviesa una grave crisis. Y no es un sector baladí. El negocio audiovisual genera allí 3.869 millones de euros al año y da trabajo a 14.102 personas.  

Así que cuando creíamos que el debate suscitado por la exigencia de Rufián era un debate lingüístico, en realidad, se trataba de un problema industrial. Tal vez las palabras del portavoz de Esquerra hubieran sido mejor entendidas si no hubiera obviado el trasfondo económico. Rufián no es precisamente el mejor ejemplo a seguir para Asturias, pero si alguien decide imitarlo, mejor que tome nota de la defensa de la industria que no de lo de Netflix,  

Me recuerda un fiel lector del lado de allá del túnel que, en el debate de la cooficialidad,  se está desvirtuando el significado de términos como importante y urgente. Y lo urgente e importante, según su criterio, es defender contra viento y marea la industria que se desmantela en Asturias a pasos agigantados y sin ningún tipo de contrapartida.

Resulta muy preocupante, también, que la decisión de la cooficialidad se pueda tomar por el voto de un diputado de la residual Foro, partido creado en su momento –no lo olvidemos- por el ex vicepresidente español Francisco Álvarez-Cascos. A cambio, eso sí, de unas determinadas exigencias. No parece sensato que una decisión de tanto calado pueda tomarla, en último término, un único diputado a través de componendas del juego parlamentario.

Mientras, algunos síntomas alertan de los peligros del enconamiento. Una madre se quejaba la pasada semana en una carta al director de que, durante el pasado puente de Todos los Santos, de los 33 pases de una actividad infantil en el Jardín Botánico de Gijón, no había ninguno disponible en español; todos eran en asturiano (ella decía bable). Visto desde Madrid, todo hace indicar que se han radicalizado las posturas. De los que, para defender la cooficialidad, intentan imponer el asturiano y de los que, para atacarla, pretenden reducir la lengua local a un aldeanismo o, peor, a un huevo de la serpiente del nacionalismo. Desolador. Y, como se atribuye a San Ignacio, en caso de desolación o tribulación, mejor no tomar grandes decisiones.

(Artículo publicado en La Nueva España el 4 de noviembre de 2021)

Destacado

La infantilización de la prensa

«O los jóvenes de hoy son más pasotas –perdón por el arcaísmo- que los de hace un par de décadas o no viven en este mundo»

Juan Carlos Laviana

¿Cómo atraer a los jóvenes? Es la gran pregunta que se hacen los medios en su denodado esfuerzo, y tantas veces baldío, por salir del hoyo. Los lectores se van haciendo viejos. Los consumidores tradicionales de prensa cada vez son menos por meras razones biológicas. No hay más que sentarse en una terraza y fijarse en las muchas canas de quienes aún llevan el periódico bajo el brazo.

Las nuevas generaciones no parecen interesadas en lo que se les ofrece. Hay un abismo entre sus intereses y los intereses de generaciones anteriores. Un reciente estudio de la Universidad Complutense de Madrid lo deja claro. Revela que la información que recibe el 82,45% de los jóvenes de entre 16 y 24 años procede esencialmente de las redes sociales..

Quienes alguna vez las hemos editado sabemos que las encuestas siempre hay que cogerlas con pinzas. Pero no se puede descartar que haya un fondo de realidad. Una de dos. O los jóvenes de hoy son más pasotas –perdón por el arcaísmo- que los de hace un par de décadas o no viven en este mundo. Me inclino por la segunda opción. Tengo la sensación de que muchos jóvenes –y no tan jóvenes- viven en otro mundo paralelo, en un mundo paralelo y ficticio que es el que ofrecen las redes sociales. Otra vez las malditas redes, que se han convertido en el enemigo número uno de la prensa.

Se repite hasta el hastío una máxima recurrente entre los gurús de los medios. Hay que buscar a los lectores allá donde se encuentren. Así sea el mismísimo infierno. Es decir, en vez de atraer lectores hacia los medios, los medios deben hacer el viaje inverso, aunque corran el riesgo de quemarse en el averno. Son, según estos visionarios, los medios quienes tienen que peregrinar a ese mundo paralelo y superficial constituido por Facebook, Twitter, Instagram o Tik Tok. Lo terrible es que ese viaje acaba, no pocas veces, por producir el efecto contrario: infantilizar los medios.

No es un problema exclusivo de la prensa (papel, internet, radio, televisión…), es un problema de la sociedad entera. El escritor y director de cine David Trueba acotaba con precisión el problema en una reciente entrevista en Vanity Fair. «El mundo –aseguraba- ha virado hacia un cierto infantilismo: no asumir la propia culpa, buscar una protección superior, y no querer oír la verdad son los rasgos».

Los lectores de periódicos –como los espectadores del cine- forman parte del mundo y, por tanto, también han virado hacia ese infantilismo que nos invade. Pero eso no es óbice para que la prensa se impregne de puerilidad, porque infantilizarse para atraer a los jóvenes no es el camino. Otra cosa bien diferente es rejuvenecerse.

Insisten los pedagogos en que, para llegar a los niños, los padres no deben aniñarse y tratarlos como mascotas, ni hablarles en ese idioma cursi –que ni siquiera los bebés entienden- a base de onomatopeyas tipo cuchi cuchi, bu, bu, bu o cosa, cosa. De hecho, cuando la tía pesada y repipi se pone en ese plan, el bebé suele responder con berridos desesperados. Por algo será. A los padres también les dicen los expertos que no actúen con sus hijos como colegas. Pruebe a hablar con su hijo adolescente a base de expresiones como «estoy harto de Insta», «voy a tirar ficha a fulanita/o», «esta es serie es puto aburrida» o «me estoy hypeando con este juego». Se reirán de usted y habrá perdido el crédito de por vida.

Eso es precisamente lo que han hecho muchos medios: tratar a sus lectores como a bebés o adolescentes, hablando un presunto idioma que ofende a la vista, a los oídos y al gusto de las viejas generaciones, pero también de las nuevas.

No es cuestión de mecerse en la nostalgia, pero ¿cómo empezaron a leer periódicos los jóvenes de décadas anteriores? Desde luego, no porque les trataran como colegas, sino porque, no sin dificultad, leer los periódicos abría una puerta al mundo. Nos asomábamos a los diarios de nuestros padres con una irrefrenable curiosidad por lo desconocido, con un ansia frenética por saber qué estaba ocurriendo a nuestro alrededor, por ser cómplices y, por tanto, parte de la historia que se estaba construyendo en nuestro entorno. PuebloABCEl PaísDiario 16El Mundo –por citar solo algunos- fueron parte esencial de la formación de distintas generaciones en las últimas décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI. ¿Qué cabecera, en papel o digital, puede decir hoy lo mismo?

El periodismo nació porque había que satisfacer una necesidad. Nació siendo útil, como demostró el doctor Reanaudot con su Gazette, ofreciendo informaciones y opiniones útiles para sus lectores. Precisamente por eso la prensa se convirtió en imprescindible. ¿Son útiles los artículos que ofrecemos hoy a nuestros lectores? Deberíamos preguntárnoslo siempre antes de pulsar el botón de enviar. Porque si no somos útiles, somos prescindibles.

El periodismo se perfeccionó con el tiempo y añadió la amenidad a su presentación y un nuevo objetivo, además de la mera función de informar: deleitar, agradar, entretener. Era un objetivo prioritario y repetido una y mil veces en la gloriosa época del periodismo nuevo de Chaves Nogales y tantos otros. Lo recuerda Xavier Pericay en su muy ilustrativo breviario Las edades del periodismo (Athenea, 2021), que, no sin cierto pesimismo, nos remite a los tiempos dorados de la profesión en busca de salidas para esta etapa de confusión.

Deleitar no es recurrir a titulares pretendidamente simpáticos –por decir algo- que acaban siendo chabacanos. Deleitar no es dar órdenes al lector: «Come este postre y te dirá cómo eres», «Las series que tienes que ver», «Disfruta de Halloween con estas ideas de disfraz»… Deleitar no es tratar al lector como un tonto: «Lo que no sabías», «De lo que todo el mundo habla y aún no te has enterado», «Lo que incendia las redes»…

«Los lectores mandan», «hay que satisfacer a la audiencia» o «debemos darle a la gente lo que pide» son mantras recurrentes en las redacciones para justificar la baja calidad de nuestros diarios. Pero a veces es necesario llevar la contraria. Las máximas de Orwell, tan citadas a conveniencia, incluyen algunas ideas especialmente incómodas, como el miedo del periodista a la opinión pública. «Si la libertad significa algo –escribió el autor de 1984-, es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír».

Un muy seguido gurú de los medios se preguntaba hace poco qué modelo seguir para salir de esta crisis interminable. Si el modelo de BuzzFeed, que se define a sí mismo como «empresa de noticias y entretenimiento social», o el modelo del idolatrado e inalcanzable The New York Times, el «terapeuta de contenidos» se respondía a sí mismo de forma categórica: los dos. Eso es precisamente lo que están haciendo muchos de nuestros diarios: intentar mezclar el agua con el aceite, consiguiendo un espeso y repugnante puré en el que lo trivial contamina y emponzoña el periodismo de calidad.

El periodismo de masas, ansioso de seguidores, acaba pervirtiendo la esencia de la profesión. El periodismo de calidad va siempre dirigido a una élite. Un veterano director siempre repetía que nuestro periódico debe ser como una piedra en el estanque, que alcanza poca superficie de agua, pero produce interminables ondas expansivas.

Fueron unas circunstancias muy especiales –sin televisión, sin redes sociales-, en las que Hearst y Pulitzer inventaron la prensa masiva y popular. Funcionó muy bien, aunque con frecuencia sacrificando la verdad. La ambición por atrapar las audiencias multitudinarias llevó parejo un empobrecimiento y una infantilización de la información.

Deslumbrados por las cifras estratosféricas de usuarios de las redes sociales, creemos que ahí está el gran caladero donde pescar a nuestros lectores. Y con demasiada frecuencia nos disfrazamos con la efe de Facebook o el pájaro de Twitter creyendo que podemos ser como esos monstruos, que podemos competir con ellos, que podemos aprender de sus métodos. Y nos olvidamos así de cuál es nuestra función. Cuando en 1928 le preguntaron a Herrera Oria, periodista antes que cardenal, cómo entendía la función del periodismo, respondió: «Lo primero, informar. Lo segundo, orientar. Lo tercero, deleitar». Así de sencillo y así de difícil. Todo lo contrario que las redes sociales, que primero desinforman, luego desorientan y, finalmente, crispan.

(Artículo publicado en The Objective el 17 de octubre de 2021)

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¿Ser asistenta o jugar al calamar?

Más allá del Negrón/ Mientras los políticos resuelven la Reforma Laboral y la Ley de Formación Profesional, los jóvenes siguen parados

Juan Carlos Laviana

¿Estudias o trabajas? Era la pregunta recurrente de los jóvenes de finales del siglo pasado para entablar relación con otras personas. Esa pregunta quedó obsoleta en el momento en que la gran mayoría optó por la llamada educación superior. No hacía falta preguntar, porque ya se sabía la respuesta: estudio. En el Instituto de El Entrego, de la promoción del tan simbólico año 1975, sólo unos pocos privilegiados llegamos a la universidad. Eso sí, muchos más que en la generación anterior.

La universidad era un lujo, no tanto por el coste como por la urgencia de contribuir a la economía familiar y por un ansia de independencia. Así que la mayoría siguió la vía rápida y optó directamente por trabajar. Se convirtieron en aprendices de un oficio que no se estudiaba, más allá de la Universidades Laborales, sino que se iba transmitiendo de los más veteranos a los más bisoños. Visto desde hoy, se puede decir que a unos y a otros nos ha ido bastante bien.

Más de cuarenta años después, en los institutos la situación es justo al revés. Todos prefieren estudiar sin saber muy bien para qué, probablemente para ganar tiempo a la espera de una situación más favorable que no acaba de llegar. Además y a pesar de los pesares, las economías de la clase media están más saneadas y la urgencia por independizarse ha desaparecido.

Esta sociedad ha olvidado que ir a la universidad no es un fin en sí mismo, sino una preparación para acabar ejerciendo una profesión en la que emplear los saberes adquiridos. Un camino no muy distinto y sin mejores expectativas que la formación profesional. Sin embargo, en las aulas del bachillerato de hoy, optar por la educación técnica sigue estando mal visto. Se considera la opción de los torpes.

Y aquí estamos, pasadas cuatro décadas, sin un modelo educativo ni laboral eficiente. Seguimos empantanados en las discusiones políticas de la reforma laboral, ocupados en disputas bizantinas que hasta pueden dinamitar la coalición de Gobierno. No se habla del contenido de la reforma y cómo va a afectar a los trabajadores. Sólo de las diferencias políticas entre los ministros. La política no puede ser un freno para el mayor problema de este país: el paro.

La buena noticia, de la que por supuesto apenas se habla, es que parece que esta vez sí va a salir adelante la Ley de la Formación Profesional. Al menos, no se aprecia mucho debate al respecto. Ojalá llegue a tiempo para frenar esa lacra de tener al 40 por ciento de los jóvenes en paro y consiga que esta opción deje de estar estigmatizada.

Es incomprensible que en el país con mayor paro de Europa, los empresarios se quejen de falta de mano de obra cualificada. La construcción, el transporte, el turismo, la hostelería son algunos de los sectores que no consiguen atraer a trabajadores. Se dice que las condiciones no son atractivas y que los contratos son precarios. Lo cierto es que hay un desajuste entre la oferta y la demanda. Y si el mercado no se ajusta solo, como parece, alguien tendrá que ajustarlo.

Las series, que se han convertido hoy en el retrato más popular de la sociedad, nos ilustran sobre el problema. Se habla mucho de la coreana “El juego del calamar”, que nos presenta a los desperdicios humanos de la sociedad capitalista en una lucha mortal por salir de la miseria: ludópatas, delincuentes, emigrantes, que se han quedado en la cuneta y combaten para encontrar, a través del dinero, un hueco en la sociedad. La clarividente conclusión es que el dinero –como la lotería- no es la salida.

Hay otra serie, mucho más edificante y de la que se habla mucho menos: La norteamericana “La asistenta”.  Es la historia de una joven madre que para conseguir su independencia, salir de la miseria, de los malos tratos y romper el círculo de explotación, se dedica a limpiar casas. Está inspirada en la autobiografía de Stephanie Land, quien  fue  escribiendo sus experiencias primero en un bloc, luego en un blog y, más tarde, en el “New York Times”. Acabó rompiendo el círculo.  “Trabajo duro, poco salario y el deseo de una madre de sobrevivir” es el ilustrativo subtítulo. Probablemente, sea un relato iluso, una excepción, pero es la única forma de abrirse camino en la vida sin depender de nadie, sin esperar a que el Estado venga a casa a ofrecernos un futuro.

(Artículo publicado en La Nueva España el 28 de octubre de 2021)

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La mirada como delito

Más allá del Negrón/ Hay asuntos que no se pueden medir y, por tanto, no se pueden regular por ley

Juan Carlos Laviana

En los primeros años 90, fui testigo de un caso de violencia sexual. No presencié el acto en sí, pero acompañé a la agredida en todo el proceso posterior. La mujer había sido sorprendida en un portal del barrio de Retiro en Madrid por un desconocido. La amenazó con un cuchillo en el cuello y la obligó a no resistirse a reiterados tocamientos e incluso la penetró con los dedos.

La mujer pasó la noche en vela entre lágrimas, presa de un pánico atroz, abrazada a un  cuchillo de considerables dimensiones, el más grande que había en casa. A la mañana siguiente, consiguió reunir fuerzas y llamó a la policía. Le recomendaron un examen médico minucioso, que realizó de inmediato. Con el parte de la clínica, acudió a comisaría, donde fue atendida por una agente que rebosaba empatía y amabilidad. Prestó declaración detallada, vio cientos de fotos de posibles sospechosos. No reconoció a nadie.

Cuando la policía le resumió el estado de las pesquisas y le aseguró que seguirían investigando, se produjo una gran decepción. Lo suyo, según la ley, no se podía considerar violación, porque la penetración había sido realizada con los dedos y no con el pene, Fue lo que más la indignó en todo el proceso, porque ella se sentía violada. Quienes habían hecho las leyes no sentían lo mismo que siente una mujer.

Meses después de aquellos hechos, volví a ser testigo de otra agresión. Paseaba con uno de mis primos policías por el barrio de Salamanca. Unos gritos, mezcla de dolor y  desesperación atrajeron nuestra atención hacia un portal. Mi primo intentó convencer al hombre de que abriera la puerta. Y este respondió con insultos y amenazas.  Aquello no era asunto nuestro, nos espetó desafiante. Fueron necesarias la placa y la pistola para que franqueara la puerta. Mi primo interrogó a ambos sobre lo ocurrido. Él se escudó en que eran cosas de pareja. Ella, pese a su rostro descompuesto, insistió en que no pasaba nada, que aquel hombre era su novio y que les dejáramos en paz. Nos tuvimos que ir, aun sabiendo que la paliza se reanudaría, lamentándonos de que no se podía hacer nada si ella no denunciaba.

Afortunadamente, hoy las cosas han cambiado. El artículo 178 del Código Penal contempla la agresión sexual con penetración o «acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías». Y añade que «el responsable será castigado como reo de violación con la pena de prisión de seis a doce años». Incluso la mujer agredida por su novio hubiera tenido menos problemas para denunciarlo. Las mujeres de las dos historias habrían tenido mayor protección.

Hoy, treinta años después, desde el Ministerio de Igualdad, se pretende penalizar lo que denomina «violencias simbólicas». Entre ellas, «las miradas insistentes o lascivas»,  la  «proximidad innecesariamente cercana», o los «tocamientos de partes de su cuerpo o besos». Es tan impreciso que ningún juez tendrá elementos de juicio para fallar.

Vivimos un tiempo en que el afán por regular todo acaba por desbaratar una buena intención. ¿Cómo se mide una mirada? Hay comportamientos que no son cuantificables, que ni siquiera son aprehensibles. ¿Cómo constituimos una mirada en prueba? ¿Fotografiamos al tipo que mira? Con ese criterio, tendríamos que incluir el recurrente «me miró mal» como atenuante de una agresión física o incluso un asesinato.

La justicia necesita hechos constatables, pruebas fehacientes, para poder juzgar. Es comprensible  que queramos hacer un mundo mejor, sin lascivos, sin miradas torcidas. Pero se recurre a conceptos vagos que no son objetivables y, por tanto, no tienen posibilidad de regulación. También es aplicable a cuestiones peliagudas, inaprensibles, como la memoria, ya sea histórica o democrática,  el dolor de «una regla difícil» o lo que ahora se llama violencia obstétrica.

En los últimos años, se ha avanzado mucho en la regulación de los actos que representan violencia contra la mujer. Y se debe seguir avanzando. Pero regular las miradas o los besos solo distrae de problemas esenciales: discriminación laboral, ayudas a la maternidad o la cosificación sexual. Eso sí, hay que  tener en cuenta que  esta es sólo es la opinión de un hombre hablando de mujeres.

(Artículo publicado en La Nueva España el 21 de octubre de 2021)



Vivir en el apocalipsis

Más allá del Negrón/ La proliferación de malas noticias provoca un nuevo síndrome:  “la fatiga informativa”

Juan Carlos Laviana

El título puede parecer exagerado, pero no hace más que recoger la sensación que nos dejan las noticias que nos bombardean a diario.Y muy especialmente en este verano tan aciago.¿Cuándo terminará la ola de calor?, España en llamas, la emergencia climática es letal, restricciones por el desabastecimiento energético, pánico a una hambruna mundial, los muertos por Covid se disparan de nuevo, la guerra de Ucrania se cronifica, los precios suben sin límite, la tragedia de la frontera sur de Europa, una quinta parte de españoles en riesgo de pobreza, Asturias la región más envejecida de España (y de Europa), el avance de los populismos amenaza la democracia, incertidumbre ante una posible recesión mundial.. Todos son titulares reales sacados de la prensa de los últimos días.

Sólo oír o leer tan a menudo las palabras alarma, letal, pánico, desabastecimiento, hambruna, trágico, riesgo, recensión o apocalipsis es para echarse a temblar. ¿En qué mundo vivimos?  Las informaciones son reales, no hay duda, pero los adjetivos ya son más discutibles. ¿Estamos contribuyendo los periódicos a crear un exagerado alarmismo? Ese panorama tran negro está contribuyendo de forma decisiva a un  aumento de las urgencias psiquiátricas, las depresiones,  la ansiedad, el estrés o el consumo de ansiolíticos y antidepresivos, y, lo que es mucho más grave, al incremento de suicidios.

Esa avalancha de malas noticias en un mundo sobreinformado ya ha provocado un fenómeno que se ha bautizado como “fatiga informativa”. Incluso se señala como una de las causas de la creciente desconfianza en los medios e incluso de la pérdida de lectores en la prensa. El último estudio del Instituto Reuters ha detectado “ un declive en el interés por las noticias y un aumento de quienes las evitan a propósito”. 

Resulta muy revelador conocer alguna de las razones del desinterés expuestas por los desertores de la información: les ahorra discusiones que prefieren evitar (un 17%), les hace sentir impotentes frente a los problemas del mundo (un 16%) o un mero desinterés (un 5%).

Tras una inusitada demanda de noticias durante los peores momentos de la pandemia o en las primeras semanas de la invasión de Ucrania, ha llegado el empacho, el agotamiento. El estudio cifra en un 38 por ciento los encuestados que dicen no seguir ya la actualidad, cuando hace sólo cinco años el porcentaje era del 29. Resulta curioso que sea el segmento de  los más jóvenes (menores de 35 años) donde más haya crecido ese  “estrés informativo”. Un 36 por ciento de los encuestados en esa franja manifiesta que se  siente peor cuando ve las noticias de los informativos de la televisión. Será porque están menos curtidos que los mayores. De hecho, los más interesados (76 por ciento) son los mayores de 65.

Los autores del estudio atribuyen esa fatiga a la excesiva repetición de los temas informativos (pandemia, guerra, emergencia climática…), pero también a la pérdida de confianza en los medios. Algo que no es de extrañar cuando seis de cada diez internautas menores de 44 años dicen que su principal fuente de noticias son las redes sociales. Es decir, el mayor caladero de ‘fake news’ y desinformación.

Resulta recurrente culpar a los medios de alarmismo, de avivar  ese sentimiento apocalíptico. Sería de necios no reconocer que se  cometen excesos a la hora de presentar las noticias, pero los medios no son responsables de lo que sucede. Hay causas más profundas, que también recoge el estudio: antes dedicábamos a informarnos un momento determinado del día (el de  leer el periódico, ver al telediario o escuchar el  boletín de la radio), pero, desde la proliferación del smartphone y las redes.  estamos permanentemente informándonos o, mejor, ‘desinformándonos’.  Hay autores que ya hablan del “derecho a la ignorancia”, que no hay que sentir vergüenza por no haberse enterado de la última noticia o que no resulta imprescindible tener una opinión sobre cada asunto de debate. Sería una exageración seguir el consejo de Ray Bradbury -”Apagad todos los aparatos”- `pero sí sería deseable seguir una dieta informativa saludable, igual que nos preocupamos de nuestra alimentación o del cuidado de nuestro cuerpo. 

(Artículo publicado en La Nueva España el 28 de julio de 2022)